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miércoles, 28 de diciembre de 2011

Apuestas entre amigos. ¿Es posible iniciarle juicio al perdedor?

En la entrada pasada habíamos planteado el interrogante sobre si las apuestas que hacíamos con amigos podían ser reclamadas judicialmente. Decimos amigos al solo efecto de referir a un hecho cotidiano; nada quita que contratemos con un extraño o con un familiar (1)

Por apuesta, en realidad, nos referíamos a dos supuestos distintos: la apuesta propiamente dicha, como contrato en el cual dos personas que son de una opinión contraria sobre cualquier materia, convienen que el que tenga razón reciba una suma de dinero o cualquier otro objeto (contrato regulado en el art. 2053 del Código Civil); y el juego, contrato donde las partes se obligan a pagar al otro una suma de dinero u otro objeto determinado según quién gane el juego o actividad recreativa sobre la que se haya pactado (art. 2052 del mismo Código). 

Los ejemplos dados en la entrada anterior eran dos. Muy simples:
  1. Apuesta: Juan, hincha de Boca, le dice a Pedro, fanático de Vélez: “apostemos cincuenta pesos a que el domingo que viene Boca le gana el partido a Vélez” y Pedro responde con un “Dale”.
    • Tal como dice el art. 2053 del C.C., Juan y Pedro opinan distinto sobre un hecho futuro e incierto (podría incluso haber sido un hecho pasado, en tanto sea incierto para ambos). Hay un contrato de apuesta.
  1. Juego: Juan le dice a Pedro “Te juego cinco pesos a que hago más jueguitos con la pelota que vos”, y Pedro responde “¡Dale!”. 
    • En este caso, y según lo previsto en el art. 2052, las partes se entregan a una actividad en la cual tienen participación activa y de ellos —y de nadie más— depende ganar o perder. En este caso, se obligaron cada uno a pagar una suma de dinero según quién gane o pierda. La incertidumbre del resultado depende de su habilidad, pero bien pudo tener alguna participación la suerte, el azar, la inteligencia, etcétera (por ejemplo, una partida de chin-chón, donde se entremezcla la habilidad con la suerte de las cartas que le toca a cada jugador). Ésto último va a repercutir en las acciones que eventualmente puedan derivar del juego pactado.
    Lo cierto es que sí, es posible —en algunos casos— iniciar juicio por una apuesta o un juego.


    Acciones judiciales

    El Código tiene un criterio bastante obvio: según el contenido del contrato, la ley o bien lo fomenta, le es en cierta forma indiferente, o bien lo prohíbe. Y eso lo hace a través de un recurso técnico muy sencillo consistente en otorgar o no acciones judiciales para el cobro del premio pactado.

    Bajo esa premisa, surgen tres tipos de supuestos.


    1) Primer categoría: Juegos y apuestas que el derecho pretende incentivar.

    Los únicos contratos de juegos y apuestas que otorgan acciones judiciales para el cobro de las deudas que de ellos emerjan, son los que provengan «de ejercicio de fuerza, destreza de armas, corridas, y de otros juegos o apuestas semejantes» en tanto y en cuanto no se contravenga ninguna ley o regla de policía. Así lo establece el art. 2055 —a contrario— del Código Civil.

    Estas actividades supuestamente son “buenas” porque propenden a la competencia, a la destreza física y a desarrollar y resaltar cualidades y virtudes, valiosas en sí mismas para el hombre.

    La ratio legis es esa: fomentar lo que se considera bueno. 

    En rigor, no hay razón para no sumar a esta categoría a los juegos en los que también interviene la destreza intelectual, como sería el caso del ajedrez, o de una competición de resolución de problemas matemáticos, o sobre conocimientos de historia o cultura general, por ejemplo.


    • Es más, y quiero ser el primero que lo diga: en mi opinión, un Carrera de Mente jugado por guita genera acciones judiciales de cobro. Carajo, mierda.

    Igual hay un problema y que generó debates aún no resueltos: el artículo si bien habla de juegos y apuestas, pareciera referir sólo a los juegos. Esto es, a los contratos en donde el hecho incierto es ganar o perder en una actividad recreativa donde las partes participan activamente, lo que es completamente ajeno a la apuesta. En otras palabras ¿el criterio expuesto se aplica si Pedro y Juan apuestan sobre una carrera de caballos, o un partido de fútbol donde ellos no participan, sino que son meros espectadores?. 

    Algunos dicen que hay que mirar la actividad de esos terceros sobre cuya victoria o derrota los apostadores contratan. Es decir, si los terceros realizan una actividad de ejercicio de fuerza, destreza de armas y la mar en coche, como dice el 2055 del Código Civil, entonces es el derecho reconocerá las acciones judiciales que emerjan de la apuesta. Otros, en cambio, dicen que no: si los contratantes no realizan personalmente la actividad que la ley reputa valiosa, el contrato no confiere acción civil porque no se da en el caso la razón de ser de la excepción (la regla es que el juego no brinda acciones; la excepción es el otorgamiento de esa posibilidad). 

    El proyecto de Código Civil de 1998 siguió este último criterio:
    ARTÍCULO 1522.- Definición.- Hay contrato de juego si dos (2) o más partes compiten en una actividad de destreza física o intelectual, aunque sea sólo parcialmente, obligándose a pagar a la que gane un bien mensurable en dinero.
    ARTÍCULO 1524.- Juego y apuesta sin acción. Excepción. Los juegos de puro azar carecen de acción para exigir el cumplimiento de la prestación prometida. Si no están prohibidos por las autoridades locales se aplican las normas sobre las obligaciones naturales pero la deuda no puede novarse. Sin embargo es repetible el pago si el deudor es incapaz o inhabilitado.Igual regla se aplica a las apuestas de terceros, aunque sean afectuadas respecto al resultado de algún juego previsto en el artículo 1522.

    Resumiendo: si la apuesta o el juego versa sobre una actividad de destreza física que realizan los propios contratantes, hay acción civil sin lugar a dudas. Si versa sobre una destreza intelectual (v.gr. mi ejemplo del Carrera de Mente), dependerá de la biblioteca del juez en el que caiga la demanda (si tiene la obra de Borda, la rechazará; si tiene el tratado de Lorenzetti, hará lugar).

    En cualquier caso, si a los contratantes se les hubiese ido la mano con el dinero pactado en juego o apuesta, el juez tiene la posibilidad —que le da el art. 2056 del Código Civil— para moderar la deuda cuando es desproporcionada con la fortuna del deudor.


    2) Segunda categoría:  Juegos y apuestas que el derecho "tolera"

    Hay un intermedio entre el permiso y la prohibición: la tolerancia. El recurso técnico para este caso es otorgarle a la deuda de un juego o apuesta “tolerada pero no prohibida” el carácter de obligación natural (art. 515 del Código Civil). 

    Las obligaciones son civiles o naturales, según otorguen el derecho a exigir judicialmente su cumplimiento. Las naturales están fundadas en razones más bien morales (el Código habla del derecho natural —¡búu!— y la equidad). 

    Lo que nos importa es que las obligaciones naturales —y esto es pregunta de examen, anoten— si bien no dan acción para cobrarlas judicialmente, impiden que quien las paga pueda repetir (repetir en derecho significa pedir que te devuelvan algo pagado, por alguna razón).

    El inciso 5 del art. 515 del Código Civil dice una de las obligaciones naturales son «Las que se derivan de una convención que reúne las condiciones generales requeridas en materia de contratos; pero a las cuales la ley, por razones de utilidad social, les ha denegado toda acción; tales son las deudas de juego».

    Pues bien ¿cuáles son los juegos o las apuestas “tolerados”? En rigor, todos los que no están prohibidos. Juegos de mero azar, por ejemplo. La timba propiamente dicha (en tanto sea hecha en privado, como veremos más abajo).

    Esto quiere decir que si un grupo de amigos tienen una durísima partida de póker nocturno, o de generala y dos de ellos (Pedro y Juan) perdieron frente a un imparable Francisco, éste último no va a poder iniciar juicio a aquéllos. Sin embargo si Pedro y Juan le pagan voluntariamente —para ello deben ser capaces, claro— y todos convienen en que no hubo ni dolo ni fraude (no hubo trampas ni macañetas), entonces Francisco puede recibir ese dinero en pago y negarse válidamente a devolverlo si acaso los perdedores lo quisieran de vuelta.

    O sea: los juegos no incluidos dentro de los permitidos, cae dentro de los tolerados en tanto no estén expresamente prohibidos. 

    3) Tercera categoríaLos juegos prohibidos.

    Si hay algún juego prohibido por ley o normas de policía, está claro que el objeto de ese contrato sería ilícito (Art. 953 del Código Civil) y por tanto no hay acción judicial que de allí pudiere emerger. Esto depende de la legislación de cada provincia (dado que no es una materia legislativa delegada). 

    En la Provincia de Buenos Aires hay algunas normas relevantes. 

    Por un lado, en el viejo Código de Faltas (decreto ley 8031/73) todavía dice:
    Artículo 73.- Serán reprimidos con multa entre el diez (10) y el veinte (20) por ciento del haber mensual del Agente de Seguridad (Agrupamiento Comando) de la Policía de la Provincia de Buenos Aires:

    a.- Los que jugaren a los naipes o a los dados en los bares, despachos de bebidas, hoteles, alojamientos, fondas o almacenes, entre las 24 y las 8 horas.
    b.- Los dueños, gerentes o encargados de comercios que permitieren la infracción a lo dispuesto en el inciso anterior o consintieren que jugaren a los naipes o dados menores de dieciocho (18) años de edad, a cualquier hora del día, o que permanezcan junto a las mesas en que se practiquen esos juegos
    Curioso: naipes o dados en bares, hoteles y almacenes, en la franja horaria de las 8:01 y las 23:59, estaría permitido.

    Ese artículo está algo aislado. No hace mucho se dictó la Ley 13.470 de prevención y represión del juego de azar ilegal, que derogó el capítulo del Código de Faltas referido a esta temática (Arts. 96 a 105; salvo el artículo citado, que sigue vigente) y legisló directamente lo referido a la prevención y represión de la organización, explotación, y comercialización de juegos de azar, apuestas mutuas y/o actividades conexas, no autorizadas por la Autoridad de Aplicación (estimo que se trata de la Lotería Provincial).

    Es interesante que esta ley, al definir "juego de azar" dice en su artículo 2: 
    «Se considera “juego de azar, apuestas mutuas y actividades conexas”, a todo tipo de juego y/o actividad de carácter lúdico, que se realice a través de procedimientos manuales, mecánicos, electromecánicos, electrónicos, informáticos y/o cualquier otro medio, cuyo resultado dependa en forma exclusiva o preponderante del azar, la suerte o la destreza, en la que se participe emitiendo apuestas en dinero o valores, con la finalidad de obtener premios de cualquier especie y naturaleza.»
    Pero luego aclara algo que nos interesa:
    No serán punibles los juegos reprimidos por esta Ley, cuando se practicaren en casa de familia con la exclusiva participación de los familiares e invitados. (Art. 2 in fine, Ley 13.470).
    El texto de la ley deja entrever una clara represión al juego organizado y masivo, y no a la contratación particular o lúdica, de carácter notoriamente recreativa y privada. Sin embargo, se mantiene la duda: aun cuando se realicen juegos y apuestas en entornos privados o familiares: ¿esos contratos brindan acción judicial de cobro? 

    En rigor, en la medida en que los juegos o apuestas se realicen en ese ambiente privado y con los sujetos allí mencionados, la norma provincial no deviene aplicable, por lo que su regulación —incluyendo la existencia o no de acción de cobro—vuelve a estar en el Código Civil y se aplican las dos categorías de juegos y apuestas que se vieron más arriba. Dependerá del tipo de juego o apuesta que se celebre.

    Hay que recordar que Vélez dijo que dos condiciones son necesarias para que un juego o apuesta brinde acción judicial, no solo (a) que provengan de ejercicio de fuerza, destreza de armas, corridas, y de otros juegos o apuestas semejantes, sino también (b) que no se practique en contravención a leyes locales o normas de policía.

    • Si bien en principio uno afirmaría que una ley provincial no puede prohibir un juego o apuesta que, según el Código Civilestá permitido y brinda acción judicial, lo cierto es que el requisito (b) le otorga luz verde a esa facultad. Es decir, la provincia puede prohibir un determinado juego, aun cuando cumpla los requisitos de (a) previsto por la legislación de fondo.

    Siguiendo el razonamiento, en principio los juegos de azar descriptos en la ley 13.470, cumplida la condición de que se practiquen en casa de familia, con la exclusiva participación de familiares e invitados, escapan a las prohibiciones y sanciones allí legisladas. Ello significa que se cumple el requisito (b) del Código Civil de no estar prohibidas por normas o reglamentos de policía. 

    De allí que si (1) se trata de un juego de azar como lo define la 13.470 provincia, (2) realizado en ámbito familiar o con invitados, y (3) se trata de un juego o apuesta que proviene del ejercicio de fuerza (o destreza intelectual, según Lorenzetti y otros), entonces brindaría acción judicial de cobro. Ello con independencia de que si se trata de familiares, el cobro puede complicarse (ver única nota al pie).

    Caso contrario, de faltar algún requisito, habría que iniciar el razonamiento desde cero. Si cae en una prohibición, no brindará acción. Si no cae en una prohibición expresa, pero tampoco es de los enumerados en el art. 2055 del Código Civil, la deuda consistirá en una obligación natural (ver arriba, segunda categoría).

    *

    De seguro hay muchísimas más leyes y cada caso significará revisar toda la normativa provincial para conocer de qué forma el estado lo regula y analizar si se cumple el requisito del art. 2055 del Código Civil. 

    Pero queda claro que cuando se habla de «juegos prohibidos» la prohibición corre para el común de la gente, lo que no necesariamente signifique que el Estado no los lleve a cabo, sea a propia mano (loterías o casinos), o bien por medio de concesiones a empresas privadas (bingos). Esto a Guillermo Borda lo enfadaba mucho. Él decía que el hecho de que el estado prohíba a los particulares ciertos juegos que a la vez organiza a nivel masivo es «una inconsecuencia difícil de explicar».

    La reflexión es sin duda interesante.


    (1) Si se trata de padres, hijos, cónyuges, hermanos, donantes y consocios, el llamado beneficio de competencia  ofrecerá alguna dificultad para cobrar judicialmente cuando ello sea permitido. En este caso, el deudor podrá excepcionar este beneficio y no «pagar más de lo que buenamente puedan, dejándoles en consecuencia lo indispensable para una modesta subsistencia, según su clase y circunstancias, y con cargo de devolución cuando mejoren de fortuna» (Art. 799 del Código Civil)

    viernes, 7 de octubre de 2011

    Derecho Privado Bagatelar: apuestas entre amigos

    En este blog dijimos que la enseñanza del derecho privado (en especial el civil) debería plantearse en términos prismáticos. El objetivo debe ser que todas las categorías jurídicas que se enseñan en los cursos de Derecho Civil deben dar forma a un “prisma” que permita al alumno percibir una determinada realidad, aprehenderla, y descomponerla en sus diversas significaciones jurídicas, tal como aquél instrumento óptico permite refractar y descomponer a la luz en los distintos colores que la componen.

    Por eso planteamos ejercicios simples que incluimos en lo que dimos en llamar "derecho privado bagatelar": tomar situaciones cotidianas y proyectarlas a través del prisma de los conceptos jurídicos. El resultado es sin duda es interesante y un buen método de estudio.

    Vamos con otro caso.

    Te apuesto que...

    Es muy común que en alguna reunión de amigos usemos fórmulas como las que siguen:

    1) «“Apostemos X a que Y”» donde X consiste en la entrega de una suma de dinero, la realización de una determinada conducta (por lo general humillante) o la entrega de un objeto de valor, e “Y” es un hecho o acontecimiento incierto.

    • Por ejemplo: Juan, hincha de Boca, le dice a Pedro, fanático de Vélez: “apostemos cincuenta pesos a que el domingo que viene Boca legana el partido a Vélez” y Pedro responde con un “Dale”.

    2) «Te juego X a que Y». En este caso X también consiste en una conducta (entregar algún valor, dinerario o no) pero “Y” viene a ser una determinada competencia de destreza física o intelectual.

    • Por ejemplo: Juan le dice a Pedro “Te juego cinco pesos a que hago más jueguitos con la pelota que vos”, y Pedro responde “¡Dale!”.

    3) «“Te apuesto “X” a que “Y”» donde las variables tienen igual significado pero en este caso es el sujeto que emite la frase se sumerge gratuitamente bajo el álea de realizar la conducta X en caso de ocurrir el hecho Y. Los terceros (o, en particular, el receptor de la frase) es un mero beneficiario de la conducta que eventualmente deba cumplirse.

    • Por ejemplo: Juan le dice a Pedro “Te apuesto una cerveza a que este parcial no lo apruebo” y Pedro responde con un “Dale, pero igual seguro aprobás, llorón”.
    La pregunta es: estas boludeces que uno dice cotidianamente, ¿tienen relevancia jurídica? ¿Pueden, eventualmente, conferir acción judicial para su cobro?.

    Las respuestas son: a la primera; depende en la segunda.


    ¿Hay contrato?

    Por ajeno que parezca al derecho a todas estas trivialidades, lo cierto es que con cada “dale” de Pedro se materializó —ya veremos si en todos o en alguno de los ejemplos— un acto jurídico. Más precisamente un contrato. Los contratos son actos jurídicos a través de los cuales dos o más personas (o partes) exteriorizan una voluntad común para regular una relación jurídica patrimonial en cuyo seno se configuran derechos y obligaciones para alguna de ellas o para ambas (Art. 944, 1137 del Código Civil).

    El Código Civil es el eje troncal de la legislación privada: las reglas que rigen las relaciones personales y patrimoniales entre las personas. El llamado derecho común, el cotidiano. No es raro entonces que regule también la diversión (en el caso: la timba), y lo hace dentro de lo que se dan en llamar los "contratos aleatorios".


    El álea. Los contratos aleatorios.

    Dentro de los muchos tipos de contratos, los llamados “a título oneroso” (en oposición a los contratos a título gratuito), son aquellos en los cuales las ventajas que se procuran a una de las partes no le son dadas a la otra, sino por una contraprestación que ella le ha hecho o que se obliga a hacerle. López de Zavalía lo dice en una respuesta para poner en el examen: en el contrato oneroso la ventaja de uno se explica por el sacrificio del otro. En llano, uno de los sujetos hace o dá algo para que el otro también haga o dé algo; como en una compraventa: uno le da el dinero al kioskero porque espera que nos de el alfajor. En los gratuitos, en cambio, una de las partes dá o hace por mera liberalidad. Como ocurre con la donación: el kioskero que nos regala un alfajor sin esperar de nuestra parte nada a cambio.

    Los contratos onerosos, además, son conmutativos cuando las ventajas que se procuran las partes contratantes son ciertas y están determinadas en forma precisa; en cambio —y yendo a lo que nos interesa— los contratos aleatorios son aquellos en los que las ventajas económicas de una de las partes o de ambas no está determinada en forma precisa sino que depende de un acontecimiento incierto (Art. 2051 del Código Civil). Ese hecho incierto o aleatorio puede depender de la suerte, del mero azar o incluso —como veremos con el juego— de la habilidad física o intelectual de los participantes. La clave, en cualquier caso, es que las partes no puedan saber de antemano el resultado de lo que sea sobre lo que se juegue o apueste (y de lo que depende, además, el nacimiento de la acreencia del ganador y de la obligación del perdedor).

    A no confundir: no es un contrato condicional. El acontecimiento incierto (álea) no define la vida misma del contrato (al punto de pensar «si el hecho ocurre el contrato no existió») sino sólo las ventajas económicas que obtiene una u otra parte. Nadie diría que por haber perdido una apuesta, la apuesta nunca existió. Existió, pero la perdí, y —precisamente— es por ello que tengo que pagar.

    Típico caso de contratos aleatorios: el juego y la apuesta.

    Todo lo anterior viene a cuento de que los diálogos cotidianos que comentamos pueden ser enmarcados dentro de los contratos de juego y apuesta, los cuales tienen una regulación específica en los artículos 2052 a 2067 del Código Civil. Técnicamente son contratos distintos, pero veremos que las diferencias son menores y el régimen legal que les cabe es exactamente el mismo.

    ¿En qué consiste el juego y en qué consiste la apuesta? El art. 2053 de C.C. dice que la apuesta ocurre cuando dos personas que son de una opinión contraria sobre cualquier materia, convienen que aquella cuya opinión resulte fundada, recibirá de la otra una suma de dinero o cualquier otro objeto determinado. El juego, dice el art. 2052, tiene lugar cuando dos o más personas entregándose al juego se obliguen a pagar a la que ganare una suma de dinero, u otro objeto determinado.

    Lo primero que podemos decir es que tanto la apuesta y el juego son contratos aleatorios, en tanto las ventajas o pérdidas para las partes depende de un acontecimiento incierto. Pero la diferencia radica justamente en el tipo de acontecimiento: el carácter fundado de una opinión, en el caso de la apuesta; y el hecho de haber ganado el juego de que se trate, en el contrato de juego.

    Fácil es advertir que en la apuesta la actitud de las partes es pasiva, puesto que nada pueden hacer para definir el acaecimiento del hecho incierto (si aposté sobre la fecha en que murió San Martín, basta ir y corroborar en un libro de historia el dato que ignoramos, pero nada puedo hacer para cambiar un hecho pasado), en tanto que el juego es precisamente lo contrario: su actitud es activa y es de su capacidad y talento que depende ser o no ganador (v.gr. el caso de hacer jueguitos con la pelota).

    • En más ejemplos: quienes juegan un partido de fútbol (los jugadores) pueden apostar dinero sobre el resultado (se trataría de un contrato de juego dado que el hecho incierto depende de su talento, destreza y habilidad) en tanto los espectadores pueden apostar (ahora sí: apostar en tanto contrato) de que va a ganar tal o cual equipo, hecho incierto completamente ajeno a su voluntad (más que gritar por uno u otro equipo, mucho no pueden hacer). Es decir, éstos últimos opinan (apuestan) sobre el resultado de un juego que, a su vez, puede ser objeto de un contrato de juego entre sus jugadores.

    Aclaramos que cuando al hablar de apuesta se habla de “opinión fundada” debe entenderse en sentido laxo, como una proposición que en virtud de un acontecimiento incierto se corrobora o se niega, extrayéndose de allí el “resultado” de lo acordado (por ejemplo, el resultado de una elección presidencial corroborará si era “fundada” la opinión de quien apostó que iba a ganar un cantidado en praticular y era “infundada” la opinión de quien apostó por otro que no resultó triunfante).

    ¿Qué se puede apostar o jugar? Una cosa es qué se apuesta, y otra sobre qué se apuesta. En cuanto al "qué", tanto el art. 2052, como el 2053 hablan de una suma de dinero u otro objeto determinado. Es decir, quedan excluidas las obligaciones de hacer y de no hacer (no podríamos someter al perdedor de la apuesta a un baile humillante o a que no emita palabra por una semana). Sólo obligaciones de dar: sean de dar sumas de dinero (art. 616 y ss. del C.C.), o de otro objeto determinado (art. 574 y ss del C.C:).

    En lo que refiere a sobre qué se apuesta (es decir, sobre qué se opina, o qué juego se juega) el tema es más complejo. En los hechos —va de suyo— se puede apostar o jugar sobre cualquier cosa (al decir qué se puede o no se puede hacer, no hablamos en términos físicos sino jurídicos: qué efectos les asigna la ley a esas conductas que o bien permite, o bien prohíbe). En rigor, al legislador no le dio igual el contenido de la apuesta o del juego por lo que distinguió entre juegos o apuestas que permite, otros que tolera y otros que directamente los prohibe. Ya veremos de qué manera lo hace.

    ¿Hay que hacerlo por escrito? No todo contrato debe ser escrito para que exista como tal; salvo que esa sea una formalidad solemne absoluta que requiera la ley. El contrato de apuesta y de juego son ambos contratos no formales y consensuales. Es decir, el diálogo mismo entre las partes que evidencie que entre son capaces de contratar y han exteriorizado su voluntad de hacerlo acordando el contenido de la relación que los habrá de vincular, es suficiente para que exista como tal. Y es no formal puesto que —a diferencia de los contratos formales— no es necesario sentarse a escribirlo en un papel o instrumentarlo de alguna otra forma en particular; ello con independencia del beneficio probatorio que redactarlo por escrito puede tener si quisiésemos ir luego a juicio (y si es ello acaso posible).

    ¿Cuál es cuál?

    Ahora que sabemos más o menos qué es un contrato de apuesta y de juego podemos ver si los ejemplos coinciden o no con su definición.

    En el primer caso, Juan apostó $50 a que el domingo que viene Boca le gana a Vélez. Pedro aceptó a viva voz. Evidentemente el primer ejemplo es un contrato de apuesta en tanto las partes tienen un disenso de opinión respecto de un acontecimiento incierto sobre el cual no tienen influencia alguna (que gane uno u otro equipo). El álea está sin duda presente puesto que hasta el momento del partido —más allá de la confianza que tengan o lo que informen las estadísticas— ninguno de los dos sabe en forma precisa quién ganará, y consecuentemente si le corresponde o no cobrar los $50 de su contraparte.

    El equipo técnico de QsA logró graficar la relación:

    En la apuesta, las partes tienen un rol pasivo. El acaecimiento del hecho incierto en nada depende de ellos.


    En el segundo caso, Juan apostó cinco pesos a que hacía más jueguitos con la pelota que Pedro, quien también aceptó el desafío. Se trata de un contrato de juego, que depende de un evento aleatorio pero a la vez ligado a una competencia cuyo fundamento radica en la habilidad de las partes. Es decir, ellos tienen una actitud activa respecto del acaecimiento del hecho. El que gana la competencia, se hace acreedor de la prestación acordada en el contrato. De nuevo, por seguro que estén sobre sus talentos, no deja de existir un álea (o riesgo, aunque si nos ponemos quisquillosos, no es lo mismo) sobre quién va a ganar y hacerse acreedor de los cinco pesos.

    En el juego, a diferencia de la apuesta, la ocurrencia del hecho incierto depende de la actividad (y habilidad) de las partes.


    En el último caso, no tenemos ninguno de los dos contratos: ni una apuesta, ni un juego por la sencilla razón de que el contrato no es bilateral (característica esencial de los contratos lúdicos). En el ejemplo (3) no hay obligaciones recíprocas para Juan y para Pedro. Juan se obligó a sí mismo por mero placer, tal vez para generarse a sí mismo un desafío y condicionando la prestación (comprarle una cerveza a Pedro) a un hecho incierto cuya ocurrencia depende tanto de la capacidad de estudio de Juan como de la corrección del examen (lo que dificultaría aun más, llegado el caso, indagar si es un juego o una apuesta). En lo que más importa: Pedro nada tiene para perder, y consecuentemente, nada puede reclamar, por lo que no es ni uno ni otro de los contratos analizados.

    Uno podría pensar (aunque es discutible) en una donación sometida a una condición suspensiva (art. 545 y ss. del C.C.), pero como tal requeriría de que la cosa mueble (cerveza) esté actualmente en el patrimonio del donante (que la haya comprado Juan y la tenga en su heladera). Juan se obligó a una cerveza que, presumimos, no la tiene en su patrimonio sino que debe ir a comprarla o pensaba disfrutarla en un bar de la zona. El art. 1800 del Cód. Civ., a los fines de evitar pródigos que regalan lo que no tienen, veda toda posibilidad que se puedan donar cosas futuras.

    Acciones judiciales


    Imaginemos que Juan perdió tanto en la apuesta (ejemplo 1) como en el juego (ejemplo 2). La pregunta obligada es: ¿Pedro puede iniciarle juicio a Juan?.

    Dado que la entrada quedó algo extensa, en un par de días vemos la respuesta. Adelantamos que Pedro, en algunos casos, puede iniciarle tranquilamente un juicio a Juan para cobrarse su dinero.

    Lo que es seguro es que a partir de que le notifiquen la demanda, la amistad ya no será la misma.

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    domingo, 7 de agosto de 2011

    La universidad dentro de la universidad

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    Esas cosas que antes de entrar a la facultad nos hubiera gustado leer. Y luego de graduados, nos hubiera gustado escribir.

    Para quienes nos han preguntado por algún consejo para transitar por la carrera, les ofrezco este maravilloso pasaje que no me pertenece:

    Si la universidad en que entras te decepciona, como ocurrirá si eres una persona que piensa con claridad y por sí misma, toma nota de que por debajo del gris ambiente dominante suele haber una universidad dentro de la universidad. Está construida por estudiantes que no se conforman y tratan de aprender realmente, por algunos profesores que están dispuestos a enseñar y aprender y a contarte tanto lo que saben como qué no saben, por actividades de naturaleza cultural que no siempre aparecen en los programas oficiales de estudio. Esa universidad interior cuenta también con las bibliotecas donde cada uno trabaja en solitario; con compañeros con los que se trabaja realmente en común. Lo mejor que puedo aconsejarte, ahora que empiezas, es que recuerdes siempre que trabajas para ti mismo (no para satisfacer a tu familia o a tus profesores), y también que busques esa universidad escondida y que formes en seguida parte de ella.

    Juan Ramón Capella. "El aprendizaje del aprendizaje. Una introducción al estudio del Derecho". Madrid:  Trotta. 2009; p. 24.


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    domingo, 17 de julio de 2011

    Y un día me recibí de abogado.

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    Rocky también está feliz.
    Finalmente, un 15 de julio de 2011 terminé la carrera de "Abogacía" en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Mar del Plata.

    Fueron 5 años y cuatro meses, para ser exacto.

    No quiero decir que “soy abogado”. No sólo para evitar que algún fiscal actúe de oficio en los términos del 247 segundo párrafo del código penal, sino porque —en rigor— ahora debo esperar el trámite del título universitario; más luego hacer la jura en el Colegio de Abogados de mi ciudad, y completar algunos cuantos formularios por aquí y por allá (la tortuga de Mafalda).

    Digo más: estoy legalmente imposibilitado de ejercer la abogacía.

    Es que el art. 3 inciso “d” de la ley 5177 de la Provincia de Buenos Aires dice que trabajar en el Poder Judicial es un supuesto de incompatibilidad absoluta con el ejercicio de la abogacía, lo cual es bastante lógico y previsible ya que no se puede estar de los dos lados del mostrador. Sin embargo —dice el art. 5—  puedo litigar “en causa propia o de mi cónyuge, padres e hijos, pudiendo devengar honorarios, con arreglo a las leyes, cuando hubiese condenación en costas a la parte contraria”. Mis hermanos, entonces, que se consigan su propio abogado. Puedo abogar por mis propios líos y los de mis padres e hijos.


    Ya algo había comentado en otras entradas de que mientras cursaba la carrera descubrí que no me interesa mucho “ser abogado”. La administración de justicia y el estudio de algunos aspectos específicos del fenómeno jurídico me ha llamado más la atención que litigar por intereses ajenos. Las razones y los nexos causales de tales preferencias, quedan para otro momento. Ni yo los tengo muy claros aún.

    Me han comentado vía twitter a propósito del nombre del blog; era una suerte de condición resolutoria que ahora ya está cumplida. Pero tal como explicamos acá, lo vamos a dejar y el blog va a seguir.

    En fin, voy a ir haciendo un sumario en números y curiosidades de mi paso por la carrera de grado.


    La carrera:

    Inscripción: Me anoté en el final del año 2005. El trámite fue muy sencillo y lo hice contento. Es mi segunda carrera y aun tenía muchas ganas de estudiar.

    Comienzo: la primera vez que ingresé a un aula fue sobre finales de marzo de 2006, año en que comencé oficialmente las cursadas. Llegué tarde y me olvidé de cerrar la puerta cuando entré. Me llamaron la atención por ambas cosas. Todo mal. Esa profesora, hoy día, es mi amiga y fue quien primero me llamó a participar de un seminario de lectura, a un grupo de investigación y más luego a ser ayudante alumno en una de sus materias.

    Materiales de estudio: llevaba un cuaderno Rivadavia con unos números enormes de colores como portada y un par de bics trazo grueso. Trataba de tomar nota de todo. Después me acostumbré y fui más selectivo. Me amigué rápidamente con los programas de las materias. A la mitad de la carrera ya cambié definitivamente por mi Macbook blanquita de 13". Era el único que llevaba notebook a la facultad y me miraban raro. Hoy ya es más común.

    La materia que más odié cursar, rendir y estudiar: Derecho de Familia.

    La materia que más me gustó: probablemente la parte general de Derecho Penal, Teoría General del Derecho y los dos primeros civiles: parte general y obligaciones.

    Tiempo total: 5 años y un cuatrimestre.

    Cursos por cuatrimestre: En promedio tres. Hacía cuatro cuando sumaba un seminario e hice una en algún cuatrimestre por razones personales. Pero casi siempre tres.

    Trabajo: Trabajé durante toda la carrera. Di clases de música los primeros dos años y medio. Luego, a partir de la mitad de la carrera, ingresé al Poder Judicial, donde actualmente trabajo. Como todos, pasante, trabajando gratarola y luego esperando ser nombrado. Lo de siempre.

    Materias libres: sí. Di tres cursos libres. Lógica jurídica, Sociología y Filosofía del Derecho.

    Exámenes rendidos. Contando a cada materia libre como un único final y sin contar materias donde las evaluaciones consistían en trabajos prácticos integrales, rendí un total de 61 exámenes. De todos ellos, 42 fueron escritos y 19 fueron orales. En la generalidad de los cursos hubo dos parciales.

    Siempre preferí rendir oral. Escribo muy lento y me llevo mejor con la parla que con la pluma.

    Los porcentajes son claros. Y eso que me anoté preferentemente en cursos donde los exámenes fuesen orales. En la generalidad de las materias siguen dando prioridad a la evaluación escrita por sobre la oral.

    Primera y última: empecé conjuntamente con Teoría General del Derecho y Derecho político en el año 2006 y me recibí rindiendo Derecho Internacional Privado y la Práctica Procesal Penal.

    Recuperatorios: Por suerte, de los 61 exámenes que rendí, sólo tuve un único traspié. Únicamente en un examen de Derecho Internacional Público. Fui con poca preparación y me preguntaron la declaración del presidente de la Conferencia de Canberra de 1980 (en cuyo seno se dio forma a uno de los acuerdos que forman el Sistema del Tratado Antártico: la Convención para la Conservación de los Recursos Vivos Marinos Antárticos de Canberra 1980) y que refería a las islas Kerguelén y Crozet,  pertenecientes a Francia. Jamás había leído nada sobre esa declaración (estaba en mi desafortunada lista de "ya fue, esto no lo van a tomar"), por lo que saludé y me fui a almorzar. En el recuperatorio repunté explicando todo el fallo de las pasteras, entre otros temas.

    Promedio final: sin haber aplazado ninguna materia, el promedio me quedó estanco en 8,34 .

    Es curioso ver la evolución:
    Arrancamos a todo trapo en un falso promedio de nueve. Bajamos a la realidad, mejoramos un poco y luego al comenzar a trabajar en el Poder Judicial el tiempo escaseó y bajamos un poco. Al final, subimos y quedamos en un muy digno ocho con treinta y cuatro.

    El resultado final: con algún kilo demás producto del maldito sedentarismo y con un feo olor proveniente de una mezcla de cuyos componentes prefiero no saber nada.



    Ahora, a festejar y seguir estudiando.

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    viernes, 8 de julio de 2011

    Tres prácticas estúpidas en la docencia del derecho

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    Tres de las más estúpidas prácticas con las que seguramente un alumno de derecho se va a topar. Queda debidamente notificado:

    1) El profesor que dice que "yo más de X nota, no pongo".

    Es un idiota. Podríamos buscar alguna suerte de tesis pedagógica a la que este tipo de gente sigue o adhiere. Pero no. Es arbitrariedad y pedantería. El debate será, en el mejor de los casos, estrictamente freudiano.

    Algunas variantes aun más patéticas son aquellos abogados que dan clase que agregan la tabla de adjudicación de las notas a las que los alumnos no pueden acceder, y usan fórmulas de la calaña de "el 9 se lo pongo a X (un jurista que el idiota admira), y el 10 se lo reservo a Dios" (o cualquier otra entidad en la que el idiota cree).

    El criterio es estúpido, y los que incurren en este tipo de “asignaciones de notas reservadas para deidades o juristas” (con quien seguramente el abogado que da clase tiene alguna suerte de enfermiza debilidad), son deleznables.

    Las notas, si van del cero al diez, se ponen del cero al diez. Si merece un uno, pues se pone. Y si merece un diez, también se pone. Las notas forman promedios; los promedios motivan distinciones, facilitan accesos a becas, concursos. No son poca cosa como para que un arbitrario decida que ciertas calificaciones son inaccesibles. Un ocho no es un ocho sobre diez si el alumno no tuvo, ex ante, posibilidad alguna de sacarse un diez. La pauta es un sinsentido en sí misma; es una modificación de la escala de evaluación hecha en forma encubierta, cobarde, de facto y —para peor— in malam partem.

    La "inaccesibilidad" de ciertas notas es una muestra, por lo general, de características personales del abogado que da clase y que tienen que ver con su personalidad. En muchos casos lo he visto en narcisistas extremos (de esos que el 80% de sus ideas son anecdotarios aburridos que arrancan con un “yo”), egocéntricos pesados y de esos que quieren asegurar su pequeño rinconcito de poder y satisfacción personal, que se logra sólo a través de injustas pautas de evaluación y aplanamiento de alumnos a través de calificaciones harto injustas.

    Los que intentan depurar sus psico-issues en el aula a través de estas pequeñas grandes muestras de arbitrariedad, en definitiva, son la peor especie.


    2) El abogado moralero. Te presumo vago.

    De todos los abogados que dan clase, uno de los que más me molesta, son los predicadores de moral que se valen de la presunción de la inmoralidad ajena.

    A no confundir: compartir y reconocer ciertos valores por parte de quien da clase no está mal. Por el contrario, es muy loable (v.gr. un profesor que pide a sus alumnos que aprovechen la educación pública, que se esfuercen, que otorga valor a la profesión, que intenta que los alumnos se comprometan con tal o cual disciplina, etc.). Con eso, todo bien. Es más, es muchas veces fuente de reflexión y pilas para que el alumno se comprometa.

    Distinto es el repugnante atacador moral. El atacador moral es una persona que parte de la base de que el alumnado que lo escucha —aun siendo la primera clase, o encuentro— es bruto, torpe, no lee, no estudia, no hace nada, etc. No solo lo piensa; el problema es que goza de decirlo a viva voz. Muchos abogados que dan clase inician sus cursos no solo aclarando (como siempre) que su materia es la más importante de toda la carrera, sino también diciendo que requiere de toda una serie de capacidades que los alumnos no tienen y que si no se las arreglan para obtenerlas, van a desaprobar. Son presunciones iure et de iure. Tira frases de la talla de “no puede ser que no lean, que no estudien, que no busquen bibliografía, que falten a las clases”, o “en mi época .. (acá hace alguna suerte de alusión a una forma de estudiar pasada, épica, comprometida, rimbombante) y hoy día... (insértese aquí una acusación de que el alumnado es vago y desaprendido). entre otras cosas que conforman una diatriba tanto insoportable como injusta.

    Este tipo de abogado que da clase no repara en dos cosas. La primera es que su tarea es motivar a los alumnos, por lo que si su técnica pedagógica finca en presumir ex ante la estupidez e incultura ajena (tesis bastante criticable por cierto) lo peor que puede hacer es remarcársela a sus pupilos con indignación y hastío. Probablemente ha aportado un grano más a la mediocridad que con tanta gana viene a criticar en el prójimo; y toda esa basura que le achaca al alumno, bien podría éste último predicarla de las aptitudes docentes del papanatas que tiene enfrente y viene —sin conocerlo ni evaluarlo— a decirle una serie de críticas injustificadas y gratuitas sin conocerlos ni tener marco de referencia empírica alguna. Muchísimas veces pensé frente a estos mensos: «¿qué sabe si no leo los diarios? ¿por qué me dice que no estudio? ¿quién mandó a este tipo a decir que uso resúmenes truchos que giran por la facultad?, cuando todo eso es falso».

    Además, y en segundo lugar, el abogado que da clase, goza de hacer esas críticas porque presupone tácitamente que todas aquellas aptitudes y compromisos que le endilga en carencia al alumnado injustamente, él sí las tiene. Él si lee el diario todos los días, se informa, va la biblioteca, estudia, se mantiene actualizado, y no comete —en fin— todas aquellas cosas que recrimina en falta a los demás.

    El alumno no es tonto, y esto pasa aun más en ciudades más pequeñas. El alumno muchas veces ya trabaja en el poder judicial o en la práctica foral; conoce la forma de trabajar del abogado que da clase; conoce sus escritos y conoce su desempeño profesional. Muchas veces opuesto a lo que luego predica en clase.

    Nunca supe qué es lo que los motiva a hacer semejante papelón. Si ve que el público que le tocó en su curso viene escaso de esfuerzos y eso se materializó en los trabajos, los exámenes, y otras variables (es decir, pudo observar y no necesariamente presumir los déficits), la idea es hacer devoluciones, marcar puntos débiles y dar herramientas de estudio. Habrá quienes no las aprovechen, sin duda, y vayan por la vía del poco esfuerzo. Pero la idea es ayudar a superar problemas y no presumirlos y darlos como un presupuesto de trabajo que él no va a poder solucionar, todo lo cual da forma a una suerte de determinismo de la incultura.

    Incluso alguna vez tuve que bancarme que un abogado que da clase en la primera reunión de un curso haga una suerte de "examen sorpresa" de cultura general con preguntas tontas de todo color, al solo fin de regodearse al encuentro siguiente de lo "mal de la educación argentina" y la "falta de conocimiento general" que poseían los alumnos. Es decir, no solo impartía una moral de la cultura muy anticuada (la cultura como sinónimo de conocimientos pedorros al estilo de los datos de un Carrera de Mente, librito “Cambalache”), sino que hizo un pequeño "estudio de campo" con su propio alumnado, sometiéndolo a una serie de preguntas bobas (al estilo de "nombre los premio Nobel de la argentina") y que —oh casualidad— coincidían con conocimientos básicos que el abogado que daba la clase sí tenía. Nótese lo repugnante: presume a quien tiene enfrente que es “inculto” (insisto, conforme su particular concepción de cultura), y lo somete a pruebas para que el alumno caiga en el error, lo evidencie, y —en parte— se sienta humillado frente a la frustración de no poder responder el “datito cultural” que el abogado que da clase cree valioso saber. Esta gente es capaz de ir a un curso de alfabetización y para probar “lo grave que es no saber leer y escribir”, le pide al de la primera fila que lea a viva voz un párrafo de un poema de Borges.

    Es raro que no pudimos nosotros, los alumnos, repreguntarle sobre otras cosas que a nuestro entender también forman parte de la cultura general y hacerle una devolución sobre —imaginemos con igual injusticia— “lo patético que es la vejez argentina” que poco sabe de, por decir algo, cine francés, deportes extremos, la ópera en italia, la gastronomía, todos los integrantes del Segundo Triunvirato o cuántos artículos del Código Civil de Vélez fueron copiados del Esbozo de Freitas.

    En fin. No hay que tratar presumir estúpidos o vagos a los alumnos ni bajarles una línea moral inútil al solo fin de inflarse falsa y económicamente el ego. Esa energía debe canalizarse en las clases, en las respuestas dadas a las consultas, en los materiales que se brindan, y en las devoluciones detalladas de los exámenes y trabajos prácticos. Allí sí se aprende.

    3) El irrespetuoso en el examen oral.

    «Usted siga hablando» me dijo uno en un oral mientras atendía el NexTel y —a la vez le pedía al bedel que le traiga un café. «Espero a que termine con el teléfono, no tengo apuro» respondí. Y por cierto, tardó bastante en cortar (o lo que sea que hagan los que usan ese aparato cuando terminan de hablar). No sé si usan el cambio y fuera o qué se yo.

    A veces los abogados que dan clase, se potencian cuando se transforman en abogados que toman examen. Es como la versión supersaiyajin del abogado que da clase. Pueden tener estas creativas formas de faltar el respeto (como el caso del teléfono) o bien atacar al alumno con preguntas agresivas o punzantes.

    Una vez fui a presenciar una mesa libre de una materia que tenía pensado rendirla de esa forma y recuerdo que cada respuesta que iniciaba el alumno el profesor meneaba la cabeza como diciendo un “no, no.” y se refregaba el pelo con sus manos al estilo de “quién me manda a escuchar a este pibe”.

    Frente a esa reacción ante cada frase que iniciaba, el alumno no tenía chances de repuntar o mejorar su performance sino solo lo contrario: ponerse más nervioso y seguir hundiéndose en una respuesta ininteligible y errada. Recuerdo que la adjunta que estaba presenciando intentaba darle ánimo y tranquilizar al alumno para encausar su discurso, mientras el otro botarate hacía el “show de la indignación” al estilo dígalo con mímica.

    Finalmente —y para mi desgracia— no la rendí libre y cursé curiosamente con ese mismo profesor que había observado en la mesa libre. Sus clases eran, cuanto menos, una depresión. Grandes siestas he dormido con él. De eso sí le estoy agradecido.


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    martes, 21 de junio de 2011

    De paseo por la radio.

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    Seguimos en este pequeño silencio de compás para recibirnos "de abogado". El nombre del blog va cobrando forma. La recta final se impone.

    Un último examen de Derecho Internacional Privado el 30 de junio (de 2011) y un juicio oral y público simulado el 14 de julio (en el que soy presidente del Tribunal, cuac) y ya estamos. El 15 de julio pasaré a buscar la nota y si todo sale bien, saldré a la calle a los fines de someterme a los usos y costumbres de la recibida (algo así como una lex recibitoria) con harina, huevos y demás. Prometo fotos.

    Pero reconozco que no sólo estuvimos estudiando para los exámenes.

    Estuve de visita por Radio FM De la Azotea, radio comunitaria de Mar del Plata [acá]. Muy generosamente me invitaron los chicos del programa Crítica Penal para charlar un poco sobre la enseñanza del derecho y algunas de las cosas que estuve escribiendo en el blog. La experiencia fue genial y les estoy muy agradecidos.

    El audio con mi voz nasal (esa que nunca queremos aceptar que los demás escuchan de nosotros) lo pueden escuchar en stream acá:


     

    "Crítica Penal" es un programa de radio producido íntegramente en Mar del Plata y que trata, debate y reflexiona en torno al sistema penal (la pena, la cárcel, los chicos y el sistema penal, la policía, la violencia de género, los derechos humanos, la política criminal, la criminalización de la protesta, delitos económicos, y un enorme etcétera).

    Ha tenido participaciones interesantísimas incluyendo [y esto es bueno] a muchos funcionarios judiciales de la ciudad (jueces, fiscales, abogados) así como también profesores y académicos de esta y otras ciudades y centros de estudio. No sólo gente como Gargarella o Zaffaroni, sino también otros académicos y funcionarios de perfil no tan conocido que han dado forma a programas muy interesantes.

    La propuesta me parece genial: pensar y discutir al sistema penal. Lo producen docentes universitarios y periodistas, aunque abriendo el espacio a la participación colectiva. Doy fe que lo hacen y muy bien. Además son gente muy cálida, amable y que se nota que les gusta lo que hacen; y eso se ve en el resultado.


    En fin, el programa es íntegramente recomendable y les dejo los links para que puedan escucharlo, ya sea en vivo los jueves a las 21 horas, o por vía del stream que suben los chicos a la página, parecelado por los bloques, y cada uno de ellos con el detalle de los temas que tratan y las entrevistas que contienen.


    Enlaces:

    • Sitio web el programa: acá.
    • Sitio web de la radio: acá.
    • Todos los programas del año 2010, con detalle de sus invitados, temáticas y links a los audios, acá.
    • Audios del programa donde me invitaron a participar: acá.
    • El staff del programa incluye a: Andrea Pérez, Lucía Sánchez Lucero, Eduardo Layús, Juan Tapia,  Federico Wacker Schroder, Victoria Vuoto, Julia Drangosch, Natalia Messineo, Diego Levín, Mariano Fernández, Germán Ligori, Victoria Vuoto, Natalia Messineo y Luciano Gargiulo
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    sábado, 14 de mayo de 2011

    Metodología y argumentación en la decisión judicial (I)

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    Sir Neil MacCormick
    Ni bien empecé la carrera me llamó la atención cómo es que los jueces y demás operadores resuelven [o deberían resolver] los casos prácticos; si acaso existen herramientas o métodos que permitan racionalizar esos procedimientos o si éstos están librados a la azar; o qué participación tienen en esa tarea disciplinas tales como la lógica, la tópica y la retórica. Todo esto es lo que algunos llaman la «metodología jurídica» y en un subjconjunto de estas problemáticas, se ubican las teorías de la argumentación jurídica que centran su interés en la figura del juez y su tarea de justificar las sentencias.

    Sobre éste último aspecto metodológico vamos a comentar algunas cositas y en entrada aparte vamos a analizar una disidencia en un fallo de la Corte Suprema de Nación donde por primera vez veo una propuesta metodológica explícita y definida en torno a un modelo de decisión judicial.

    Si pe entonces cu.

    Bulygin, entre nosotros, fue uno de los primeros que hace muchos años, dijo:

    Justificar o fundar una decisión consiste en construir una inferencia o razonamiento lógicamente válido, entre cuyas premisas figura una norma general y cuya conclusión es la decisión. El fundamento de una decisión es una norma general de la que aquélla es un caso de aplicación. Entre el fundamento (norma general) y la decisión hay una relación lógica, no causal. Una decisión fundada es aquella que se deduce lógicamente de una norma general (en conjunción con otras proposiciones fácticas y, a veces, también analíticas).” (La cita original sería "Alchourrón C.E. y Bulygin E. "Análisis lógico y Derecho", Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1991, p. 365; pero se consigue más fácil en: "Sentencia Judicial y creación de Derecho" La Ley, Páginas de Ayer - 2004-11, 35)

    Esta idea —defendida no sólo por él— abrió muchos debates en torno a la estructura de la decisión judicial, la metodología que —se supone— siguen o debieran seguir los jueces al sentenciar e incluso al viejo debate sobre si los jueces crean o no derecho en sus fallos. Y respecto propuestas como las de Bulygin, que llevó a que se hable del ahora famoso “silogismo judicial”, se ha discutido mucho sobre su suficiencia, límites, beneficios y yerros.

    Al igual que las teorías de la argumentación, a Bulygin poco le importa cómo los jueces llegaron a la decisión de fallar como finalmente lo hicieron, todo lo cual le corresponde estudiarlo a la psicología o sociología jurídica. No dice que el juez llega a la decisión mediante un proceso deductivo, sino que la sentencia (justificación) puede analizarse como la construcción de un silogismo deductivamente válido, que tiene ciertas características especiales (nota: acá y en adelante voy a hablar de silogismo como razonamiento deductivo en el que se infiere una conclusión de dos premisas y no el silogismo categórico típico de la lógica de segundo orden).

    Lo mismo lo hace Perelman dividiendo entre móviles y motivos; Atienza y Alexy dividiendo entre un contexto de descubrimiento y contexto de justificación o Nino al hablar de razones explicatorias diferenciadas de las razones justificatorias. Todos apuntan a lo mismo: una cosa es el razonamiento [práctico, desde ya] que llevan al juez a decidir cómo va a decidir, todo lo cual queda en su fuero interno, sin exteriorizarse y seguramente fundado en razones no siempre jurídicamente válidas (Nino habla de «estados mentales antecedentes causales de ciertas acciones decisorias»), y otra cosa es el proceso justificatorio que realiza cuando se sienta a redactar el fallo. Allí las razones que está obligado a exponer tienen otras notas definitorias y le son dadas a la sociedad toda (en especial a las partes y los operadores del derecho) para su crítica y eventual corrección en instancias ulteriores. Este segundo aspecto es el que llama la atención a las teorías de la argumentación y es aquél otro primer aspecto el que los escépticos (y algunos extremos) utilizan para decir a viva voz que la justificación de un fallo es una fantochada que encubre con palabras bonitas lo que el juez decidió en forma apriorística y a puro arbitrio.

    La tesis de Bulygin no deja por ello de ser atractiva y en cierta forma, útil (veremos luego cuán útil).

    Si imaginamos un caso donde se condena a una persona por homicidio, basta pensar que la sentencia, a grandes rasgos tendrá una premisa normativa (PN) que dirá algo como “El que mata, debe ir preso de 8 a 25 años de prisión” (Si ocurre el hecho P, entonces debe ser la sanción Q), una premisa fáctica (PF) que dirá algo como que “fue probado que Pedro mató a Juan” (efectivamente ocurrió el hecho P), y la conclusión normativa del fallo (CN), que será algo como que “Pedro debe ir a prisión de 8 a 25 años” (debe ser la sanción Q).

    La necesariedad es una idea clave en el silogismo a que refiere Bulygin y, en general, a toda la lógica deductiva. Si dijésemos que «si P entonces debe ser Q» y afirmamos seguidamente que «P», no parece válido negar Q (“¬Q”; lo que en el ejemplo del párrafo anterior sería concluir que «no debe condenarse a Pedro de 8 a 25 años de prisión»). Por el contrario, la lógica deductiva tiene aquel beneficio (sino el único, dirán algunos) que nos dice que dada la verdad de las premisas que utilicemos en nuestro razonamiento, de seguir una de las fórmulas o inferencias válidas que la disciplina nos brinda (en nuestro caso, usamos el modus ponens), nos garantizamos una conclusión que necesariamente será verdadera. Dicho de otra forma, si las premisas son verdaderas y usamos bien nuestras fórmulas (que son siempre tautológicas), necesariamente llegaremos a una conclusión también verdadera.

    Esquemáticamente:

    • Premisa Normativa: El que mata a otro debe ser condenado de 8 a 25 años de prisión.
    • Premisa fáctica: Pedro mató a Juan.
    • Conclusión normativa: debe condenarse a Pedro de 8 a 25 años de prisión.
    • Decisión: Condeno a Pedro a 10 años de prisión (Guarinoni, por ejemplo, divide la conclusión normativa de la decisión, la cual no es parte del silogismo sino que se encuentra fundada en él)

    Fácil es advertir dónde comienzan las limitaciones de esta concepción deductiva del razonamiento judicial.

    La lógica deductiva (tanto de predicados como de proposiciones) nunca brinda criterios de corrección material (relativo a las buenas razones) sino sólo criterios de corrección formal. La validez deductiva de los argumentos no parece ser el horizonte necesario al que todo juez desea llegar si se tiene en cuenta que se puede argumentar válidamente a partir de premisas falsas, tanto como pueden realizarse inferencias inválidas nutrida de premisas verdaderas. Más aún, las relaciones aceptables entre proposiciones que nos da la lógica (prescindiendo de su contenido a tal punto de simbolizarlas) no son sistemas generadores de conocimiento; es decir, la necesaria verdad de la conclusión que nos asegura la lógica deviene en que ella nada agrega a la información que ya se encontraba en las premisas (dado que la conclusión nunca va más allá de ellas). Puede haber, en todo caso —y como dice Atienza— una “novedad psicológica” o una forma distinta de organizar el conocimiento, pero la lógica deductiva como tal es improductiva en tanto no es un método para acceder a nuevos conocimientos.

    Es muy usual, de hecho, encontrar concepciones equivocadas de la lógica deductiva en fallos judiciales.

    Tomemos como ejemplo un pasaje de la causa "Navarro, Walter M." del Superior Tribunal de Justicia de Santiago del Estero. Allí se dijo que:

    "Los indicios valorados en la sentencia cuestionada, no sirven para probar aisladamente que el acusado sea el verdadero autor del ilícito. Se puede decir que se ha efectuado un razonamiento deductivo, que ha conducido al Juzgador arribar a una conclusión sobre un hecho particular —consumación del delito y autoría del imputado—, partiendo de hechos generales o universales —los diversos indicios analizados por el Tribunal—."


    Por lo menos dos errores en este fragmento. Por un lado, definir a la lógica deductiva como “el paso de lo general a lo particular”, como refieren los magistrados. Esta es una concepción escolar y poco precisa dado que hay muchos argumentos deductivos en los que sus premisas son enunciados particulares y su conclusión es un enunciado general o que incluso van de lo general a lo general, o de lo particular a lo particular (sobre todo ejemplos de silogismos categóricos).

    Pero además de una mala concepción de la deducción, yerran en creer que la deducción es el método que usan los jueces para valorar los hechos (encontrar la PF), lo que en tal caso significaría que dado cierto número de hechos singulares acreditados, necesariamente el juez —para razonar válidamente— tiene que concluir de una determinada manera (v.gr. que el imputado es autor del hecho objeto del proceso). Tal cosa es inaceptable.

    Por el contrario, la valoración que hacen los jueces a la hora de determinar la premisa fáctica de una sentencia penal, es más bien un típico caso de abducción donde se realiza una hipótesis explicativa de una serie de premisas (o indicios) fácticos que se estiman probados (método también aplicable al pensamiento al estilo Sherlok Holmes, o de las novelas policiales en general).

    Si tengo los hechos H1, H2, H3, y H4 (con más una serie de premisas tácitas que me brindan las llamadas máximas de la experiencia) puedo concluir que la mejor explicación de todo ese conjunto de fenómenos/indicios es C. Esa hipótesis o conclusión (C), en términos de inferencia, es una conclusión generadora de un nuevo conocimiento. Por eso Charles Pierce dice que la abducción es el proceso de formar una hipótesis explicativa y es la única operación lógica que introduce una idea nueva. Conocimiento que no es necesario, en el sentido de que no se desprende necesariamente de las premisas sino que es solo probable. Éste video muestra en forma muy gráfica de cómo una hipótesis explicativa (abductiva) puede ser tan intuitiva como errada, lo que evidencia el carácter meramente probable del resultad obtenido.

    Ahora bien, muchos niegan la utilidad de la lógica fundados en que su labor escapa a la forma natural u ordinaria en que las personas razonan, sea en forma teórica o en forma práctica. Desde las teorías modernas de la argumentación jurídica —aunque con diferentes intensidades— rechazan a la lógica deductiva como herramienta útil de análisis argumentativo y plantean un dilema. Si la lógica quiere dar cuenta de cómo razonamos cotidianamente (aun en las sentencias) debe relajar los límites estrictamente formales que la separan de disciplinas como la psicología o la lingüística; pero si quiere mantener sus señas características, hay que reconocer que es una herramienta sumamente limitada para analizar el razonamiento como se da en la realidad (con independencia de su éxito en modelos o reducciones creadas a los fines de su estudio).

    Tampoco parece que exista la posibilidad, salvo casos remotamente aislados, de que se traspapele una sentencia con un defecto en la inferencia entre la premisa normativa, la fáctica y la conclusión de forma tal de generar un silogismo formalmente inválido. Eso podría generar que alguien diga que la concepción silogística no aporta nada ni se configura como una herramienta útil para el juez. Si el juez consideró probado la PF, y juzgó aplicable la PN, raro sería que no concluya que deba ser la consecuencia normativa de la norma aplicable al caso. De tan poco probable que sea ese yerro, poca utilidad podría predicarse de una estructura teórica que tiene como tarea advertirlo.

    Más aun, Bulygin no sólo propone un análisis de la sentencia en términos formales, sino que redefine la noción de “sentencia fundada”. Él dice que «una decisión fundada es aquella que se deduce lógicamente de una norma general (en conjunción con otras proposiciones fácticas y, a veces, también analíticas)». Esto implica reducir la noción de fundamentación a elementos estríctamente inferenciales o de formas de interrelación de premisas, dejando de lado cualquier aspecto material-sustancial relativo a las razones que subyacen a cada una de los enunciados que conforman ese razonamiento deductivo judicial (los cuales seguramente merecieron por parte del juez una labor argumentativa intensa). Una tesis cuanto menos discutible.

    A ello se le suma que la estructura silogística —si ha de tener alguna utilidad (aceptemos por momento que la tiene)— parece no aplicarse en forma satisfactoria o suficiente en los llamados “casos difíciles” que son los más frecuentes en instancias extraordinarias y aquellos en los cuales los jueces más ayuda necesitan de la metodología jurídica. No es que no sirva o no se encuentre presente; es que se necesita algo más.


    Justificación interna y justificación externa.

    Jerzy Wróblewski fue de los primeros en distinguir entre una justificación interna de las decisiones y una justificación externa. Y en esto lo han seguido muchísimos autores.

    La justificación interna de la sentencia refiere precisamente al esqueleto silogístico que describe Bulygin. Todas las sentencias —en más o en menos— implicarán un hecho, observado y aprehendido por una norma y finalmente un acto decisorio judicial que hará eco o no de aquello que la norma reglamenta respecto de la plataforma fáctica del caso (aunque tengo mis reservas en torno a fallos plenarios de Cámara y, en menor medida, en sentencias meramente declarativas de certeza; pero dejamos este debate de lado). El esquema silogístico, se dice, es suficiente en los «casos fáciles» donde las premisas (sean fácticas o normativas) no necesitan de esfuerzos argumentativos mayúsculos: su verdad o corrección no está mayormente discutida, de lo que se sigue que el silogismo pareciera mostrarse autosuficiente.

    Pero no parece que los llamados «casos difíciles» sean susceptibles de ser analizados con este esquema, por lo que surge la idea de una justificación externa donde ahora lo que importa será cómo es que entendemos probado el hecho P (cómo se probó el caso sometido a debate, conforme qué pruebas, conforme qué medios y procedimientos probatorios, etc.) o cómo consideramos aplicable la norma (por caso, cómo es que ella supera el test constitucional, por qué no se aplica tal o cual otra norma que aprehende mejor al supuesto fáctico, cómo debe interpretarse tal o cual término o concepto que la norma usa, cómo es que no hay causales que la hacen inaplicable, o situaciones análogas que anularían los efectos jurídicos que propone, etc.). La justificación externa se centra en analizar las razones por las cuales se considera válida y aplicable la premisa normativa (PN) y cómo es que fue probado, interpretado y reconstruido el hecho P que forma la premisa fáctica. Es decir: cómo es que se justifican las premisas que conforman el silogismo.

    No es que ambos aspectos se anulen mutuamente. La justificación interna, en tanto concibe a la sentencia como un silogismo deductivo válido, nos ofrece un esqueleto amplio, cada una de cuyas premisas necesita una justificación que la sostenga. El desafío del juez es justificar que consideró probado el hecho P, justificar que entiende aplicable la norma PN y que es por ello que habrá de concluir que Q. Pero esa tarea la realiza —dirán muchos— gracias a que estructura su razonamiento en torno a una premisa normativa y a una premisa fáctica.

    Una defensa inteligente del silogismo

    Neil MacCormick es de los primeros que defendió —matizadamente dice él— una postura si se quiere “ecléctica”. En un paper publicado hace ya unos años en Doxa, MacCormick defiende el papel del silogismo como “estructura” del razonamiento jurídico pero no niega la relevancia del razonamiento informal, probabilístico o retórico (aplicable a lo que Wróblewsky llama justificación externa). Compatibiliza ambas miradas. Él dice, con mucho acierto:

    (...) No es que sea el silogismo jurídico por sí solo lo que determina el resultado del caso. Algunos o todos los términos de la ley tendrán que ser interpretados, y los hechos del caso han de interpretarse y evaluarse para determinar si verdaderamente cuentan, si realmente encajan en la ley. Pueden y deben darse razones a favor de las interpretaciones preferidas que son decisivas en un caso. Dejo para otro lugar el examen de la gran cuestión: «¿Qué tipos de razones son apropiadas para esta tarea?». Baste concluir aquí que las razones a favor de una determinada lectura del silogismo son, cabe decir, las verdaderas razones del caso. Esas razones corresponden a una lógica de probabilidades, no de certezas, así que esa es al final la verdadera lógica del asunto. ¿Por qué insistir entonces en el silogismo? La respuesta debería ser obvia: el silogismo es lo que proporciona el marco dentro del cual los otros argumentos cobran sentido como argumentos jurídicos” (...)" Neil MacCormick, "La argumentación silogística: una defensa matizada" (cita y pdf del artículo, acá, vía Doxa)


    Nos quedamos con la última idea: el silogismo es lo que brinda un marco dentro del cual los argumentos que realiza el juez cobran un sentido en tanto argumentos jurídicos. Alexy en su Tratado de la Argumentación Jurídica dice lo mismo: la exigencia de justificación interna (cuyo esqueleto, insisto, no deja de ser el silogismo que propone Bulygin) no carece de sentido dado que con ella debe quedar claro qué premisas hay que justificar externamente. Son presupuestos —dice— que de otra manera quedarían escondidos y que deben ser formulados explícitamente.


    Hasta acá

    Comentamos que uno de los muchos problemas de la metodología jurídica es la estructura formal y corrección material del razonamiento judicial. Para muchos es aceptable la visión silogística en aquellos casos fáciles donde las premisas que lo conforman no merecen mayores razones justificatorias. Sin embargo, se dice, en los casos difíciles (dificultad que puede tener múltiples causas normativas, axiológicas, fácticas, etc.) la justificación meramente interna y formal de la decisión merece un análisis externo y material más profundo respecto a qué razones [buenas o malas] son usadas para dar sustento a las premisas que conforman el silogismo.

    Es tentador decir que la justificación interna es una cuestión de continente y la externa de contenido; pero no es así: el silogismo presupone ciertos tipos de premisas, y por tanto propone un mínimo de contenido argumentativo. Si bien es una mirada esencialmente formal, tiene su cuota material implícita.

    De hecho Bulygin refiere a los tipos de enunciados que componen ese silogismo y que son (1) enunciados normativos generales que constituyen el fundamento normativo de la resolución, (2) definiciones en sentido lato (que incluyen también enunciados que determinan la extensión de un concepto y los postulados de significación, y (3) enunciados empíricos usados para la descripción de hechos. La resolución —dice— es una norma individual, no obstante concibe a la sentencia como una norma general. Como se ve, estos aspectos son de contenido y no necesariamente de forma.

    Sea como fuere, no parece prudente aceptar la validez universal de la mirada interna fundado en ejemplos de casos sencillos (Juan mata a Pepe y esto fue probado en el expediente), como tampoco parece acertado decir que la comprensión de la sentencia judicial como silogismo es completamente inútil fundándonos en que los casos son siempre complejos y ese esquema no le brinda al juez ayuda alguna. Por eso Alexy y MacCormick llevan la voz cantante en torno a una concepción inclusiva de ambos aspectos.

    La diferenciación entre casos fáciles y difíciles, si bien muy útil, no tiene que ser exagerada. Entre ambos existen elementos en común, lo que conformaría un piso básico material y formal de justificación del caso, que se redimensiona y complejiza en los casos llamados difíciles. Como dice MacCormick, los casos complejos también tienen una justificación o estructura interna de tipo deductiva, aun cuando los argumentos que deben justificar o sustentar la elección de las premisas normativa y fáctica debe ser seguramente más difíciles de crear y organizar en términos discursivos. Es que los casos difíciles son tales no por los hechos (que bien pudieran ser fáciles de comprender y de resumir) sino por la dificultad de arribar a su solución. O lo que es lo mismo, los casos son difíciles por el número, tipo y calidad de argumentos que deben ser esgrimidos por el juez para fundar su solución.

    El caso difícil es materialmente más exigente en términos de carga argumentativa para el juez; lo que no significa que la poca exigencia que pudieran tener los magistrados en los casos sencillos quite toda relevancia al análisis sustancial de las razones, o que la fundamentación se reduzca a nada más que un silogismo, como parece proponer Bulygin. Decir eso sería casi como hablar del sabor de la Coca Cola refiriéndonos exclusivamente a las propiedades de su envase.

    Sí es cierto es que en los casos realmente complejos, diagramar la solución en términos deductivos, aun al nivel de premisas de derecho y premisas de hecho, resulta demasiado difícil como para que el análisis pudiera tener algun sentido útil. Tal como el razonamiento humano en general, las sentencias en los casos difíciles tienden a ser esencialmente entimemáticas (plagado de premisas tácitas) y su estructuración en forma silogística resulta algo forzada.

    En una próxima entrada vamos a mostrar cómo Zaffaroni y Lorenzetti en una disidencia en un fallo de la CSJN se alejan de las ideas de MacCormick y Alexy y se enrolan en esa famosa separación metodológica entre casos fáciles y difíciles que acabamos de criticar. Ideas que, no es ocioso decirlo, Lorenzetti publicó en su “Teoría de la Decisión Judicial” hace poco y que parece que decidió volcar en uno de sus votos.

    Ya veremos.

    martes, 19 de abril de 2011

    Ya casi estamos

    .
    Resulta que a fines junio, si todo sale bien, me recibo. Huevos en la cabeza, y todo eso.

    Es curioso. El nombre del blog lo ideamos con quien durante algunos meses fue su co-autor, Nicolás Torterola. Nico fue mi alumno de guitarra, devenido luego en amigo de la casa; empezamos a estudiar casi a la par. Yo acá en Mar del Plata, él en la Universidad de Buenos Aires.


    El plan era simple: teníamos muchas anécdotas sobre lo que era "estudiar abogacía" y nos moríamos de risa contándolas (aunque también compartíamos frustraciones). Era injusto que queden en un simple chat. Parecía mejor armar un blog y tirarlas ahí; total, en una de esas alguien las leía (aunque tampoco nos quitaba el sueño conseguir lectores). El ejercicio mismo de escribir ya era interesante y catártico. La primera entrada de QsA fue el 1 de mayo de 2008.


    Veamos el álbum:


    Con Nico, antes de empezar la carrera.


    Mi escritorio en el segundo cuatrimestre de 2006. Cursando Civil parte general. A la derecha en mi fiel amigo, el atril-con-elástico, y encima el tomo I de Jay Jay Llambías. Me siento un anciano contando esto. Para el segundo parcial me mudé al bitomo de Julio C. Rivera. Ah, y en esa época usaba Windows. Ese monitor después se rompió y no anduvo más.


    Mi escritorio en la actualidad. El atril me sigue acompañando. Acá ya estoy mudado a la manzanita.


    El nombre es una ironía y probablemente nunca la aclaramos demasiado. No sabíamos (en ese entonces que eramos dos) ni sé ahora si quiero ser abogado. O, digo mejor, estoy casi seguro que no quiero ser abogado. No me llama la atención la abogacía. Pero en Argentina es el nombre de la carrera. Quéselevasé.


    Es simplemente una suerte de premisa tácita de todo aquel que va a clase. En más o en menos todos van a la facultad de derecho porque quieren el título de abogado, con independencia de qué van a hacer con él. El "quiero ser abogado" es, en este contexto, una suerte de grundnorm o presupuesto necesario para entender por qué los alumnos entran al aula, por qué encaran una carrera —o camino— que seguramente cada uno recorrerá a su manera, con distintas intensidades, proyectos y expectativas.


    Si bien el nombre del blog en unas semanas podría pecar de obsoleto (alguien dirá: eh, ya sos abogado) lo cierto es que lo vamos a mantener. Primero porque no da cambiarle el nombre a un blog. Segundo, porque el nombre me gusta y refleja esa premisa que comentaba, además de que sé que lo leen muchos estudiantes y eso también me gusta. Tercero, y relacionado con ésto último, simpatizo con la profesión de estudiante (sí, es una profesión). Le tengo cariño y seguramente busque la manera de seguir ejerciéndola; en grado, en posgrado, o donde sea.


    Por eso, aun cuando no quería serlo y de hecho lo sea, el blog seguirá llamándose quiero ser abogado.


    *


    No digo que entramos en boxes, pero esta mini recta final me va a demandar atención suficiente como para que el blog quede al costado un tiempito. Haremos entradas en la medida de lo posible y conforme el tiempo que encontremos disponible.


    No es tiempo de aflojar, que falta poquito.