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sábado, 30 de mayo de 2009

La reproducción del discurso penal

"El que mata, tiene que morir"
S.G.

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Ya van dos veces que me enojo con el discurso penal (tanto sustantivo como adjetivo)

La primera fue en una clase que se dio luego de las famosas declaraciones de una ex modelo devenida en conductora de televisión donde tiraba algunos petardos discursivos retribucionistas, explicando el “deber de dar muerte” a quien mata, todo lo cual motivó una casi jocosa burla en clase. Un amigo que también estaba presenciando ese espectáculo —y que venía de tener un encuentro en primer plano con la llamada “inseguridad” (vio cómo una persona fusilaba a otra)— levantó tímidamente la mano y le explicó/preguntó al profesor de una insuperable manera cómo era posible que en un aula de una facultad de derecho estemos sometiendo a crítica lo que dijo una ex modelo minutos después de sufrir la muerte de un ser querido. Para ello, dio su punto de vista, consistente en remarcar que reirse de la retórica de la “” era una pérdida de tiempo y era casi hasta una irresponsabilidad dado los enormes huecos [más grandes que los de Susana] que el discurso penal presentaba. Si bien se aceptaron sus críticas, fue tildado —injustamente— de abolicionista y se tuvo que retirar de la clase para intentar digerir el episodio sangriento que hacía minutos había visto. En verdad tenía razón y fue una pena que tuviera que irse —en parte porque no lograba digerir aquél episodio, en parte porque no soportó sentarse a escuchar como en las aulas se perdía el tiempo refutando a Susana Gimenez— porque los argumentos del docente frente a su intervención fueron por demás débiles. Si la discusión hubiera seguido, hubiera sido muy fructífera.

Y la segunda pasó hace días, en momentos de hablar del dueto prisión preventiva/ excarcelación. Allí también se discutía el concepto de peligro procesal y las pautas que determinan una eventual excarcelación. Lógicamente surgieron debates sobre cuáles son los criterios para este último instituto; si considerar o no la escala penal, los antecedentes de la persona, y un largo etcétera. En un momento surgió “doña rosa comiendo fideos los domingos” como recurso retórico para imaginar la situación donde “el penalista” o “la academia” tiene que explicarle algo a doña rosa. Es decir, se analiza tal o cual principio del cual se extrae tal o cual consecuencia seguramente poco aceptable para el común de la gente (léase excarcelar a un presunto violador, asesino, ladrón, etc.) y pensar: ¿cómo le explicamos a doña rosa esa consecuencia?

La verdad que pasó mucho tiempo y no lograba entender qué era lo que me molestaba de ese discurso. Mi amigo, aquél que mencioné en el párrafo de más arriba, sentía igual incomodidad.

Dándole sentido a la inquietud.

En la reproducción de los distintos elementos del discurso penal, cualquiera que ellos sean (pena, teoría del delito, principios constitucionales, principios rectores del derecho penal, institutos procesales, etc.) tiende a existir una falta de crítica, o de instancia valorativa. Y en el caso de existir tal estadio, lo es sólo en apariencia.

Diría que la reproducción del discurso penal incluye por lo menos tres etapas: una lectura (entre comillas) de la realidad y de la normativa “que nos viene dada por el legislador” (y por otras instancias normativas o jurisprudenciales), la construcción dogmática que con ellas se ha realizado (la llamada doctrina o labor de la dogmática jurídica) y finalmente la etapa de crítica o justificación del discurso.

En resumidas cuentas creo que el problema de la reproducción del discurso penal en las aulas está dado porque se trabaja con un material normativo y discursivo sin someterlo a crítica o valoración alguna; y en el caso de existir una valoración, la misma es solo en apariencia, es falsa, circular y nula. Esto es, se estudia la norma y es estudian los principios dogmáticos casi como si lo segundo estuviese incluido y se desprendiese naturalmente de lo primero. Así, se lleva el material dogmático y la norma al mismo plano, como algo que le es dado para su aceptación, sin alternativas cuando en verdad los principios que imperan en el discurso son construcciones que le son propias, antes que “deducciones inherentes” a las normas que se supone están analizando.

Algo de esto es marcado por Nino en “Consideraciones sobre la dogmática jurídica” (1984): Allí comenta que los juristas construyen su discurso atribuyéndole a las normas mismas, las soluciones que ellos mismos proponen y consideran valiosas, eliminando lagunas, contradicciones, precisando sus términos vagos, prescindiendo de las normas superfluas, sin que aparezcan como una modificación del orden jurídico positivo; lo hacen como si se tratara de una descripción del derecho vigente tal como genuinamente debió haber sido pensado por el legislador.
....Es el típico caso de los “principios” (ampliamente usado tanto en materia de derecho privado, como en materia de derecho penal de fondo y de forma) que son una de las técnicas argumentativas más utilizadas para mostrar como compatibles su adhesión al derecho legislado y su función de reformulación, salvando imperfecciones formales y adecuándolas a estándares.
....Cómo funciona: se toma un conjunto de normas, o siquiera una sola de ellas, y de allí se extraen principios más generales y pretendidamente equivalentes a tales normas. Así, se logra una mayor economía normativa (menos enunciados normativos) mostrándolos como un puñado de principios, cuyas consecuencias lógicas son más fáciles de determinar.
....¿Cuál es la trampa? es que no pocas veces los dogmáticos además de reformular el sistema con el material normativo con el que cuentan, se pasan de la raya y proponen principios generales reemplazando muchas normas, pero que a la vez tienen un campo de referencia mayor que el del conjunto de normas reemplazadas, permitiendo derivar de aquellos nuevas normas que no estaban incluidas en su objeto de estudio y cubren de ese modo, las lagunas del sistema, o las llegan a las conclusiones a las que ellos ab initio querían arribar.

En efecto, el error y la trampa de la reproducción discursiva (e ideológica) en las aulas radica en que si se somete a crítica a una determinada norma/principio/institución es pues, con el mismo material dogmático y discursivo que se utiliza para su paráfrasis. De tal artículo se extrae tal principio (¿se extrae o el discurso penal lo extrae?) y de ello se coligen las consecuencias A, B y C que permiten entender que tal otra norma está mal y debe ser reformulada. Y en el caso de que estas conclusiones merezcan ser justificadas, tal tarea es cumplimentada recurriendo a otros elementos del mismo discurso, sin salirse de él, sin posicionarse en un punto de vista externo (que, adelanto, a mi criterio debe ser un punto de vista ético).

En otras palabras, se evita una tercer etapa que debería ser la más importante: la valoración crítica sustentada en una discusión racional.

Esto implica, claro, la inmersión en dos extremos inescindibles: 1) el primero, saber si existen procedimientos racionales para justificar la validez de los juicios de valor; discusión netamente meta-ética y 2) determinar cuáles son los ejes o principios de justicia y moralidad que van a ser utilizados para someter a crítica al discurso jurídico o político que se reproduzca en un aula; cuestiones que son consideradas como parte de una ética normativa.

La empresa, si bien aparenta ser dificultosa, la considero posible y hasta necesaria. Respondo, entonces, que sí a la primer cuestión y considero ausente en las aulas la delimitación de la segunda. En los párrafos intento ampliar esto.

Se cae en un círculo vicioso.

Esta ausencia de crítica tiene consecuencias muy evidentes y perceptibles en las aulas: la justificación última de un enunciado discursivo tiende a ser resulta recurriendo al mismo aparato conceptual que de ese mismo discurso se desprende (esto puede corroborarse empíricamente al analizar los exámenes que hacen los alumnos, al responder los “por qué” o los “justifique su respuesta”). Así, la tarea del discurso tiende a ser verdaderamente dogmática, puesto que la razón última para la aceptación de los enunciados que ellos pregonan, está en otros tantos que también ellos mismos han creado. Es un discurso que, así visto, es cerrado, valorativamente neutro y epistemológicamente nulo.

Se reproduce un discurso que jamás se pone en jaque dado que no hay nada por sobre "el derecho penal de autor está mal", o “la pena de muerte es aberrante”. Véase el error: se toma a esos enunciados como que no deben ser justificados ya que son la justificación última de su contenido y de todas sus consecuencias. A la a hora de responder a la pregunta culta o lega de "¿por qué está mal?", la respuesta dogmática sólo llegará al punto de la justificación normativa o conceptual (que forma parte —insisto— del mismo discurso que se quiere valorar). El alumno pone en el examen que la pena de muerte está mal porque así fue estipulado en X norma, porque es ilegítima según X autor, y porque así se confirmó en X fallo de la Corte. El aborto está mal porque la Constitución lo prohibe en tal norma; las aprehensiones arbitrarias están mal porque lo dijo la Corte Interamericana, etc. La razón para la acción, para aceptar un instituto, para observar una norma jurídica, para creer en un sistema, es meramente normativa y dogmática. Jamás ética o valorativa. ¿Cómo puede ser? Hacen decir al art. 18 CN algo que no dice textualmente (ni casi diría implícitamente), pero que "se desprende naturalmente de él" para luego extraer de allí toda cuanta conclusión le venga bien al discurso; y a la hora de justificarlo, ponen un paréntesis que dice "principio de prohibición de autoincriminación coaccionada", remiten al 18 y nos vemos carlitos. Ese método es el que se reproduce en muchas clases universitarias y es por lo menos insuficiente.

En llano, si un profesor hace una pregunta didáctica sobre si algo está bien o está mal, y el alumno chocho grita "está mal, por que eso es derecho penal de autor" (como pasó en el segundo de los ejemplos de clase que mencioné al principio), lejos de decir el docente "muy bien" (cosa que podría pasar tranquilamente), debería rápidamente refutársele diciendo que eso es una mera explicación conceptual o dogmática mas no una justificación. Debería inmediatamente solicitársele que diga por qué está mal aplicar el derecho penal de autor en ese, otros o todos los casos y que respecto de ello sí de una respuesta acabada y completa. Que se convenza a él mismo (y que pueda convencer a otros) de que el derecho penal de autor es verdaderamente una alternativa disvaliosa, brindando amplias razones para ello. Si sólo explica, deja feliz al docente y al discurso, pero en el fondo no habrá dicho absolutamente nada. Si sabe justificarlo, allí creo que habrá aprendizaje y un discurso loable.

Entonces, frente al clásico cliché del docente de “explicarle algo a doña rosa”, cabría concluir que ello no es un chiste para el discurso penal que recoge el alumno de sus clases, sino cuanto menos un gran desafío. El sentido común no es menos valioso que la bola de términos cargados de emotividad con la que un dogmático puede explicar la realidad; todo lo contrario. Esa falsa imposibilidad de explicarle a doña rosa un domingo en la mesa el porqué de las viscerales afirmaciones a las que llega el discurso penal —y que tan poco entendibles le resultan al lego— va a ser superada justamente cuando comiencen a plantearse esas otras cuestiones; que se lleve el discurso al plano valorativo, ético, deliberativo y racional. La imposibilidad del lego de "comprender" al derecho penal es en esencia tramposa: esconde un desafío que muchos no quieren asumir puesto que el mismo discurso penal que se reproduce en las aulas es el que no quiere "bajar" (cuando en verdad es subir) al nivel que doña rosa le reclama. Ese miedo, imposibilidad teórica, incapacidad, o falta de talento (la verdad ignoro cuál de todos y no es mi intención subestimar) es trasladado a los alumnos en una aceptación acrítica de un discurso que tan solo en apariencia se vislumbra como completo y perfecto; su choque con la realidad es parte de la incomprensión del lego y jamás culpa de la insuficiencia de razones que éste tiene para aceptar las conclusiones de aquél.

De igual manera, la academia en las pocas veces que accede a los medios debería dejar de dar [falsas] justificaciones normativas y jurisprudenciales (véase que el discurso dogmático tiende a ser encubierto frente a las cámaras por su pésima reputación popular aunque una gran admiración fetichista en Congresos y Jornadas) y pasar a dar razones valorativas (morales; verdaderas justificaciones) para que la gente (toda) pueda comprender la necesidad de adoptar un principio o criterio determinado y preferirlo frente a otros que se muestran —tal vez— más tentadores (inflados éstos por algunos sectores políticos y mediáticos que todos conocemos).

Caso contrario —como son las cosas hoy— frente a la pregunta típica de los periodistas que dice “¿Cómo se justifica que el juez haya liberado a X persona?" muchos receptores del discurso penal habrá de responder “porque lo dice la norma” o “porque se sigue tal principio” o "porque lo dijo la Corte" haciendo creer erroneamente que la solución es, pues, cambiar la norma, dejar de aplicar el principio o esperar que la Corte rompa su criterio; tal extremo es perfectamente evitable: debería explicarsele al periodista de manera acabada por qué es mejor que el juez haga lo que hizo antes que se den tales o cuales consecuencias. Que se explique por qué es preferible este mal menor, a los fines de evitar evitar este otro mucho mayor, etcétera.

Valores, valores y más valores.

El discurso se justifica con razones que permitan, en el marco de un debate, considerarlo valioso y superador frente a otros que se muestran como alternativos; que permita aceptar su verdad o preferencia frente a los restantes, como fruto de una discusión, de una deliberación. No se busca demostrarlos sino argumentar con ellos, usarlos como una conclusión a la cual hay que adjudicarles premisas que le den soporte, que permita generar en el otro una aceptación consensuada.

Tan inútil es el escepticismo ético como este dogmatismo ético que acepta verdades morales autoevidentes o que se adquieren por un acto de fe o por una intuición no corroborable intersubjetivamente, lo que hace, en cualquier caso, superfluo el ofrecer razones en apoyo de tales creencias. La ausencia de la valoración del discurso que se reproduce, lleva —no lo dudo— a este tipo dogmatismo. El valor del discurso —siguiendo ese criterio— se da por obvio, tácito e innecesario de someter a discusión. Eso está mal y debe —insisto— ser eliminado de las aulas.

En suma, se convierte el material teórico en propaganda y su aceptación en dogmática:

“La formación de una conciencia moral se logra o bien por propaganda o por discusión racional. El primer método puede ser más eficaz a corto plazo, pero como la experiencia lo demuestra es notablemente frágil, puesto que condiciona las mentes a un tipo de respuesta que bien puede adaptarse con relativa facilidad al estímulo opuesto. Por otra parte, la estrategia propagandística, cuando va más allá de la mera difusión de ideas, implica una actitud elitista, ya que se supone que quienes ejercen la propaganda no están convencidos por acción de esa misma propaganda sino por razones que no están al alcance de sus destinatarios, y esa actitud es pragmáticamente inconsistente con la defensa de los derechos que se procura hacer a través de la propaganda. Afortunadamente la vigencia de la discusión racional es mucho más amplia que la de los derechos humanos” (Nino, 1984:5)

Colofón

Un alumno de derecho penal tiene que poder sentarse frente a Doña Rosa y poder explicar cuán valiosos son tales o cuales principios (y sus chocantes consecuencias) y cuáles son las razones últimas, finales, por las cuales esa señora debe preferirlos frente a otros. Debe poder lograr —en la medida de lo posible— que doña rosa pueda aceptar que es mejor en algunos casos que un presunto delincuente esté libre hasta que no se juzgue su culpabilidad, o que es bueno que el estado no te juzgue por el color de tu piel, o que es bueno que no exista un derecho distinto para gente que es considerada “terrorista”, o que es bueno que el estado no aplique un castigo mayor que aquel que desea reprimir, y un enorme etcétera.

Si un alumno no puede hacer eso, mientras come ñoquis y toma coca cola, es porque se morfó una bajada de línea que sólo va a reproducir tirando términos bombásticos que en el fondo no comprende. Y si Doña Rosa, frente a toda esa perorata técnica y falsamente científica que se le intenta imponer, se enojara y puteara al alumno proponiendo soluciones discutibles, no cabe ir a la clase de la facultad y reirse de su bajeza (como se hace con Susana Giménez) sino que cabe —cuanto menos— repensar la forma en que aquél discurso es reproducido, la manera en que el alumno lo incorpora, y las herramientas que se le brindan para que lo entienda y le asigne un valor.



Fotografía: © Juan Tapia. La [muy buena] colección completa la pueden ver en su blog Aula Penal [acá]

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Sobre esto hay debate:

Juan Tapia responde a QsA en su blog Aula Penal [acá]
Alberto Bovino incluye su opinión en [este trabajo]

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jueves, 14 de mayo de 2009

¿Se puede estudiar a la trompeta sin escucharla o verla? Sí, claro. En la facultad de derecho.

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"...Entonces el Derecho se convierte en una suerte de mixtura entre una religión metafísica y una
ciencia donde los conceptos mismos son los que son objeto de estudio por otros conceptos. (...) El impacto de ello es una educación legal poco práctica y muy abstracta, con pocos referentes reales y con estudiantes hábiles en “matemática conceptual” y lejos de la comprensión del problema real que los conceptos tratan de regular y comprender..."

Alfredo Bullard
González.

Ya había comentado algo antes que ahora respecto de la posibilidad de mejorar la enseñanza del derecho —ante la imposibilidad de revolucionarla, al menos— por medio de una serie de pautas o consejos muy básicos que [creo] no obedecen más que al mero sentido común.

Lo que pretendo desmitificar [y por tanto refutar] es esa creencia instalada que es posible aprender algo sin verlo o saber cómo es eso de lo que se esté hablando y que —para peor— sea necesario esperar a las últimas materias de la carrera o, peor aun, a recibirse, para entrar en la "selva" (o el "pantano" como lo llama Alfredo Bullard González en este excelente trabajo) y recién allí ver aquello de lo que se hablaba en las materias de la facultad. No sólo mostrar que eso es irracional, sino penoso, triste y no supera un test de razonabilidad cuyo único parámetro es el mismo sentido común.

Arranquemos por una serie de ideas que todo abogado que da clase debería tener en en claro:

1 ) El alumno promedio estudia desde los 18 años hasta los 25 (imaginemos). De ese lapso, las materias centrales (primeros cinco civiles) seguramente los haga de los 18 a los 21 años aproximadamente. Lo sé, son generalizaciones injustas. Pero aun variándolas, la idea se mantiene en pie.

2 ) En ese lapso de vida a duras penas está aspirando a emanciparse de su casa parental —o dependencia económica en caso de alumnos viajantes.

3 ) A esa edad uno no visita los juzgados, rara vez tiene causas civiles o penales en su contra. Esto es, no sabe cómo es un juzgado ni cómo manejarse allí adentro.

4 ) Al no tener independencia económica, probablemente no paga impuestos, no ha lidiado en demasía con la administración del estado, no ha firmado demasiados papeles importantes, no ha comprado casas, no ha estado en escribanías, no ha hecho trámites de semejante calibre. Al fin y al cabo, con menos de 21, toda tu vida civil está prácticamente vedada.(**)

5 ) A consecuencia de esto último, seguramente su giro comercial ha sido nulo, por tanto no sabe qué son los libros de comercio, no tiene cuentas corrientes, ni ha puesto plata en un plazo fijo; no constituyó nunca una hipoteca, ni pidió un préstamo. No ha recibido cartas documentos, ni ha tenido que contestarlas. No firmó pagarés ni cheques ni letras de cambio. Nunca le fue ejecutado un bien. Nunca estuvo en una subasta, no sabe cómo es.

6 ) No habló con abogados, lo cual se relaciona con el punto uno. Lo que sabe sobre la práctica abogadil lo sabe por que tiene familiares o lo intuye por una mezcla del common law peliculero y alguna adaptación al modelo continental europeo del cual fue advertido en las materias del ingreso.

7 ) Dado que vive en techo ajeno y es menor (o incluso ya entrado en la mayoría de edad), no firmó —y por lo tanto probablemente no vio— un contrato de locación de inmuebles. No sabe qué es una garantía, una fianza, una renta vitalicia, una locación de obra, o un poder ni ha escrito su propio testamento. Nunca vio nada de eso aun cuando pueda intuir de qué se trata.

Y por último dos premisas de fondo:

Primero: Quién escucha la palabra “mesa” o cualquier concepto del tipo (nadie se grafica "la verdad" o "la bondad", claro), previo a pensar la definición verbal y conceptual de la misma, se grafica en su cabeza una mesa (la suya propia o la de algún amigo que le gusta mucho), esto es, tiene una imagen gráfica del concepto. Seguramente, si debe explicar qué es una mesa a un ser de otro planeta o bien a) le mostraría una, para que el foráneo entienda de qué se trata previo a escuchar su descripción [definición ostensiva] o bien b) describiría la imagen que tiene en la cabeza de la mesa remarcando todas y cada una de sus características relevantes que hacen que una entidad determinada pueda ser llamada "mesa" conforme una convención lingüística determinada [lo que sería una definición lexicográfica o verbal a partir de la imagen]

Segundo
: Los conceptos que se manejan en el derecho en muchas de las materias iniciales son cuestiones que si bien a priori pueden manejarse en abstracto sin posibilidad de una representación tangible, tal supuesto es de excepción: desde una cédula hasta una escritura, desde un balance de ejercicio en una S.A. hasta un contrato de locación y desde una providencia simple hasta una resolución que detiene a una persona, todo eso tiene —a fin de cuenta— su representación material, escrita, gráfica; con componentes paratextuales [clic] de todo tipo, argumentaciones, formas y definiciones. Es el derecho “vivo” y latiendo, siendo aplicado en un papel por un hombre de carne y hueso que le pagan para hacer lo que hace, a veces bien, otras veces mal.

La disparidad de situación: uno repite, el otro grafica y recuerda.

De lo anterior se puede ver a dónde apunto: el abogado al hablar de “x” tema/concepto corre con una enorme ventaja: él ya vio/tocó/leyó todo aquéllo de lo que verse la clase o de la aplicación del concepto por abstracto que éste sea. Lo vio en “la realidad”. El alumno no. Se supone que va a la facultad a saber sobre "x", a conocer qué dicen los autores sobre "x" pero por sobre todo, dada su edad y las premisas antes mencionadas, va a la facultad a ver por primera vez cómo cuernos es un "x". Tocarlo, tenerlo en la mano, analizarlo dado que jamás vio uno.

Esta disparidad de situaciones en las que se encuentra el abogado y el alumno es todo menos irrelevante. Si bien es obvia, se transforma en problemática cuando quien da clase parte de la ausencia de todas esas premisas que antes mencionaba.

La realidad es que cuando el abogado que da clase transmite a un alumno un determinado concepto y cree que el alumno lo entendió, puede que esté equivocado.

Entender” para muchos abogados que dan clase es repetir lo que dijo un autor o un legislador en un tiempo anterior; esto es sabido y casi un clishé. Hay allí una apariencia de aprendizaje, un falso aprendizaje. Es que en verdad, no le sirve repetir que las interlocutorias son tales por que tienen fundamentos, una decisión positiva expresa y precisa de las cuestiones y porque se pronuncia sobre las costas cuando jamás, en su corta vida, ha visto una y quien tiene enfrente no tiene la intención de mostrársela.

Así, la ventaja del abogado es que ante la palabra o concepto que se supone es objeto de la clase o del proceso de enseñanza, él —el abogado— vivió, se grafica y ha experimentado esa realidad en todos sus sentidos. No sólo va a poder decir lo que es una interlocutoria por la repetición del art. 161 del CPC (lo que tampoco es garantía) sino que en su cabeza va a circular la imagen de cientos, miles de interlocutorias que ha leído en su vida profesional. Ante el significante “interlocutoria” él previo al art 161 —teoría, insuficiente— va a tener esa ventaja de la versión gráfica de una inter, lo cual le permite ya desde el vamos reconocerla como tal: en negrita dirá “Autos, vistos y considerando” o formulas similares; verá que se pronuncia en costas —aunque no siempre— y que hay una tarea argumentativa tendiente a explicar por qué se deniega o concede aquello que se le dio en entendimiento. Y aun así, siempre tiene posibilidades de no terminar de comprender qué tipo de resolución tiene en mano (y si el abogado tiene posibilidades de errar, a fortori lo estará un alumno que jamás vio una; sólo podrá repetir el 161 hasta el hartazgo y más de allí no podemos pedirle)

Lo anterior es sólo un ejemplo al que pueden sumárseles todos aquellos institutos que se trabajan en las escuelas de derecho que son por principio eminentemente prácticos, comunes, ordinarios y que los abogados están acostumbrados a manejar pero que los alumnos, por su edad y condición de vida ignoran por completo. Ellos no sólo deben ir a una facultad a que se les explique el 979 del Código civil y subsiguientes sino también a que se les enseñe (ojo, ahora como sinónimo de “mostrar”) todas las escrituras que puedan ser hechas o los distintos instrumentos públicos que pueden haber: desde el más obvio, hasta el más rebuscado. Y si no son todas, la mayoría, las más que se puedan. Que escuchen al docente hablar sobre el 979, pero que lo hagan mientras ven, tocan, sienten y se grafican los instrumentos sobre los que verse la clase.

¿Algún docente puede creer que un pibe de 19 o 20 años tuvo, vio o sabe lo que es un “asiento de un libro de un corredor” o un “acta judicial hecha por escribano en los expedientes”, o “una letra aceptada por el gobierno o sus delegados”, o “letras particulares, dadas en pago de derechos de aduana con expresión o con la anotación correspondiente”, o que vio una "acción de una compañía autorizadas especialmente"?

¿Cómo puede un docente aceptar que el alumno repita eso de memoria si en el fondo sabe que quien tiene enfrente si bien repite textual, no tiene la más pálida idea de qué/cómo son esas cosas? ¿Qué equivocado criterio puede llevar a creer que de todas maneras lo va a ver algún día o que debe esperar a recibirse para ver por primera vez cómo es una “cédula emitida por banco”?

Recuerdo que la seño de música en la primaria nos decía qué era una trompeta, nos mostraba una foto enorme y a continuación ponía un casset con Miles Davis. Una genia. ¿Cuán torpe hubiese sido si sólo se quedaba con la parte conceptual de su clase y se contentaba con que digamos que la trompeta es un aerófono tubular de metal con boquilla y pistones so pretexto de que luego —en la vida— tarde o temprano ibamos a escuchar una?

Lo cierto es que si se hablan de cartas documentos, debe el docente lograr que el alumno tenga muchas de ellas como ejemplos hasta que se les caigan del banco. Si se hablan de las cédulas del 135 CPC, debe aprenderselas con miles de ellas en el pupitre. Si hablamos de un pagaré, que tengan muchísimos de ellos y de cada uno de los tipos, en su banco; lo mismo con los cheques, con todos los contratos que se trabajen en clase, con testamentos, con un expediente completo e íntegro preparado por el docente (expediente didáctico) para ver cómo es presentar un escrito y que el juez te lo provea; no hablar de una suspensión de juicio a prueba, de una sentencia de juicio abreviado, o de un juez de garantías ordenando una detención sin tener en el banco montones de audiencias, de sentencias de juicio abreviado, o de resoluciones judiciales donde se ordena y se funda una decisión.


INTERLUDIO DE REFUTACIÓN


1) Se dirá que “no es relevante” a los fines de la materia.


Error. Esa decisión se la debe dejar al alumno. Que el alumno tenga contacto con el objeto de estudio (cédula, hipoteca, pagaré, contrato, demanda, etc.) y lo analice. Que lo aprehenda conceptual y visualmente. Una vez que la vio y sabe cómo es, que la deje un lado y escuche a quien da clase. Si no le sirvió, será problema del alumno, pero al menos ahora se está en una situación un tanto más pareja. El profesor dice “locación de inmueble” y ambos podrán graficarse uno, ambos saben cómo es uno y lo leyeron. Sabe cómo se escribe, cómo se redacta, dónde se firma, en el tipo de papel que se hace, etc. El alumno va a dar un mejor examen sobre esos institutos si a más de la teoría, sabe cómo funcionan y describe no lo que el artículo dice sobre una sentencia, sino lo que en efecto él mismo vio, leyó y analizó. El desempeño del alumno va a ser sin duda superior y sólo con dejar un puñado de fotocopias de compra obligatoria en impresiones.

2) Se dirá que es imposible conseguir todo ese material o que lo consiga el alumno por su cuenta

Error. Será a lo sumo "molesto" o dificultoso para el docente, pero no deja de ser parte de su trabajo por el cual cobra un sueldo.

Y lo segundo es un yerro típico de un abogado que da clase: ser docente no es decir "cualquier libro te sirve", "busquen en internet que debe haber" o "busquen modelos que se venden en CD". Debe, por el contrario, elegir, criticar, y recomendar distintos autores que el alumno aun no conoce, comentando sus aciertos y bemoles, y de igual manera él mismo va a ser quien podrá —con buen criterio— elegir las muestras idóneas para que el alumno pueda tener la mejor selección de material a los fines didácticos. El alumno no tiene tal posibilidad. No tiene que ver cualquier balance, cédula o contrato, sino aquéllas que el docente creyó indispensable que el alumno conozca, sobre todo frente a institutos que ofrecen muchas posibilidades y hay que —necesariamente— elegir una muestra representativa.

Además, lo obvio: es el docente quien tiene la posibilidad de traer copias de hipotecas, informes de dominio, actas de audiencia, demandas, contestaciones, expresiones de agravios, sentencias definitivas y un inagotable etcétera. El alumno no tiene acceso a todo eso.

3) Se dirá que es muy caro.

No. Se gastan montones de dineros en fotocopiar libros; en nada va a cambiar dejar un compendio de “elementos prácticos” para toda una cursada, donde allí tenga una muestra idónea, completa y representativa sobre TODOS aquellos institutos sobre los que verse la cursada. Cada materia puede tener sus elementos y no significa que haya que comprar toda la lista dada en el punto anterior, de un saque y de una vez. El gasto se diluye y es mínimo.

4) Se dirá que "eso se ve en las materias prácticas".

Error. Error. Error. ¡No!, eso es una postergación falaz y torpe. Se estaría admitiendo que con manejarse en el plano conceptual y abstracto es suficiente, como si lo tangible (el papelerío insufrible) fuese demasiado terrenal e indigno para dedicarle tiempo. Es un problema típico de la dogmática jurídica y esa aparente necesidad de revolcarse sólo en la matemática conceptual evitando lo que en el proceso de aprendizaje resulta ser esencial: la realidad material donde aquellos conceptos tienden a ser representados. Quiero decir: está bien que en los congresos se hable a nivel conceptual, está bien que se lo haga en las charlas debate, en las conferencias, etc. Pero está mal [¡muy mal!] que esa forma de discurso se mantenga y reproduzca en las en las aulas.

En las "materias prácticas", deberá trabajarse con casos reales sabiendo de antemano cómo es una cédula, una demanda o una pericia, y no llevarse la sopresa allí mismo de verla por primera vez (cosa que tampoco es garantía, doy fe). Es, por decir, para aprender a refutar una expresión de agravios y no para ver una por primera vez. En suma, las prácticas son para saber cómo ser abogado, como abogar por los intereses de un cliente (y esto lo digo aceptando el nefasto nombre de la carrera) y NO para que el abogado que da clase nos diga: ¿Se acuerdan que estudiaron a la cédula de notificación y a la hipoteca?, bueno, acá hay una. Mirenlá".

5) Se dirá "no hay tiempo, los contenidos son demasiados"

De vuelta; eso esconde una concepción equivocada del problema. La apreciación de la realidad material no se hace a continuación o anterior al estudio de la realidad conceptual. Son un todo inescindible que implica una actividad simultánea. No existe [perdón, debería existir] el entendimiento del uno sin el otro; no es que la mitad de la clase se explica el concepto y la otra se revuelven papeles. Para nada. El alumno debe escuchar hablar de la especialidad en la hipoteca mientras en el banco tiene una escritura donde lee cómo la notaria especifica palabra por palabra a qué parecela, casa, barrio, unidad funcional se supone que está refiriendo ese derecho real de garantía. Y, de igual manera, debe estudiar para el examen todos los elementos que a criterio de la doctrina un pagaré debe tener, mientras al lado de su libro, descansan múltiples pagarés, reales y concretos; tangibles y observables. No porque su padre o madres se los dio, sino porque el profesor —la casa de estudios— se los asignó para su observación en tanto considera a dicha actividad como esencial para la formación integral.


Volviendo al tema.

Es que si bien es cierto que el alumno tiene que saber qué dice Rivera de un instrumento público, o qué dice Maier sobre la constitucionalidad de un juicio abreviado, o qué cree Mariani de Vidal sobre la especialidad en las hipotecas y so on, no es menos cierto que no puede ser jamás que no tenga él mismo la posibilidad de analizar por su propia cuenta, mano e intelecto aquello que otros analizaron por él.

Si no hace de todos esos papeles (realidad) algo cotidiano, algo vivido, algo gráfico, siempre se quedará en el plano de la abstracción (teoría). El plano más vacío e inocuo que puede serle ofrecido al alumno.

Se comete, así, el brutal error de creer que el objeto de estudio en la facultad de derecho es justamente la ley y la doctrina y sanseacabó. La realidad queda para las materias “prácticas” o para cuando uno se reciba y se meta en la “selva” donde está la “posta” (insisto en que lean este trabajo de A.Bullard). Eso es una estupidez del tamaño de un planeta, y un simio afiebrado puede refutar con dos o tres premisas un argumento de semejante pobreza.

Insisto, si un abogado me habla de una suspensión de juicio a prueba, y luego me evalúa pidiéndome el 76 bis CP de memoria y las normas procesales que correspondan, siento que me hizo las cosas más difíciles, que omitió algo que es inomitible (mostrarme cómo es, en la práctica, aquello de lo que se está hablando) y que de alguna manera falló como docente.

Siempre vuelvo al mismo ejemplo. ¿Cabe la posibilidad de aprender a tocar blues sin escucharlo? ¿Qué puede decirse de un profesor que enseña cómo improvisar con la pentatónica en el I-IV-V sin siquiera mostrarle al alumno un disco de lo que él considera que debe ser escuchado de blues?.

Chascarrillo vengativo, y con esto termino.

Sentemos a cuarenta abogados a hablar sobre “melódica”. Todos deben tener leído el texto sobre “panorama actual de la melódica en la música contemporánea”; el apunte de “La melódica y sus formas de ejecución en los albores del siglo XXI”, o la segunda edición de “Reformas a la melódica, compendio jurisprudencial”. Lógicamente todos tienen que saber el art. 784 del Código Musical de memoria, con sus 12 incisos donde establece todos los tipos de "melódica". Y se toman todos.

Luego de esas lecturas les diré que estamos en presencia de un instituto que es parecido prima facie a un piano, pero no lo es. Es más, es ciento cincuenta veces más chico y más barato. Pero igualmente tiene teclas así que uno usa sus manos, pero también tiene que soplar porque si no no suena. ¡Rarísimo! Tiene teclas blancas y negras como las tiene un piano. ¡Pero es un aerófono! O sea, tocar teclas y soplar. Pero tiene las teclas negras y blancas que al tocarlas nada pasa; ah, y tiene —conforme lo sostiene unánimemente la doctrina— un problema de tesitura dado que es bastante reducida (limitada según algunos autores). Puede ser de varios colores, dependiendo del fabricante, la marca, el precio, la forma y el modelo.

A los diez días tomo examen sobre la melódica. Seguramente escriban todo eso que dije de memoria, o lo que dicen los apuntes doctrinarios de memoria y me van a decir los doce tipos de melódica de memoria, conforme art. 784 del Código Musical. Capaz se sacan diez. Seguramente se lo saquen.

Pero tanto más fácil es si voy la primer clase y con una melódica en mano me siento y la hago sonar un ratito:



(**) Post Scriptum: La entrada fue escrita en mayo de 2009; en diciembre de ese mismo año el art. 126 del Código Civil Argentino fue reformado, estableciéndose la mayoría de edad a los dieciocho años (Ley 26-578).