"El que mata, tiene que morir"
S.G.
.S.G.
Ya van dos veces que me enojo con el discurso penal (tanto sustantivo como adjetivo)
La primera fue en una clase que se dio luego de las famosas declaraciones de una ex modelo devenida en conductora de televisión donde tiraba algunos petardos discursivos retribucionistas, explicando el “deber de dar muerte” a quien mata, todo lo cual motivó una casi jocosa burla en clase. Un amigo que también estaba presenciando ese espectáculo —y que venía de tener un encuentro en primer plano con la llamada “inseguridad” (vio cómo una persona fusilaba a otra)— levantó tímidamente la mano y le explicó/preguntó al profesor de una insuperable manera cómo era posible que en un aula de una facultad de derecho estemos sometiendo a crítica lo que dijo una ex modelo minutos después de sufrir la muerte de un ser querido. Para ello, dio su punto de vista, consistente en remarcar que reirse de la retórica de la “Sú” era una pérdida de tiempo y era casi hasta una irresponsabilidad dado los enormes huecos [más grandes que los de Susana] que el discurso penal presentaba. Si bien se aceptaron sus críticas, fue tildado —injustamente— de abolicionista y se tuvo que retirar de la clase para intentar digerir el episodio sangriento que hacía minutos había visto. En verdad tenía razón y fue una pena que tuviera que irse —en parte porque no lograba digerir aquél episodio, en parte porque no soportó sentarse a escuchar como en las aulas se perdía el tiempo refutando a Susana Gimenez— porque los argumentos del docente frente a su intervención fueron por demás débiles. Si la discusión hubiera seguido, hubiera sido muy fructífera.
Y la segunda pasó hace días, en momentos de hablar del dueto prisión preventiva/ excarcelación. Allí también se discutía el concepto de peligro procesal y las pautas que determinan una eventual excarcelación. Lógicamente surgieron debates sobre cuáles son los criterios para este último instituto; si considerar o no la escala penal, los antecedentes de la persona, y un largo etcétera. En un momento surgió “doña rosa comiendo fideos los domingos” como recurso retórico para imaginar la situación donde “el penalista” o “la academia” tiene que explicarle algo a doña rosa. Es decir, se analiza tal o cual principio del cual se extrae tal o cual consecuencia seguramente poco aceptable para el común de la gente (léase excarcelar a un presunto violador, asesino, ladrón, etc.) y pensar: ¿cómo le explicamos a doña rosa esa consecuencia?
La verdad que pasó mucho tiempo y no lograba entender qué era lo que me molestaba de ese discurso. Mi amigo, aquél que mencioné en el párrafo de más arriba, sentía igual incomodidad.
Dándole sentido a la inquietud.
En la reproducción de los distintos elementos del discurso penal, cualquiera que ellos sean (pena, teoría del delito, principios constitucionales, principios rectores del derecho penal, institutos procesales, etc.) tiende a existir una falta de crítica, o de instancia valorativa. Y en el caso de existir tal estadio, lo es sólo en apariencia.
Diría que la reproducción del discurso penal incluye por lo menos tres etapas: una lectura (entre comillas) de la realidad y de la normativa “que nos viene dada por el legislador” (y por otras instancias normativas o jurisprudenciales), la construcción dogmática que con ellas se ha realizado (la llamada doctrina o labor de la dogmática jurídica) y finalmente la etapa de crítica o justificación del discurso.
En resumidas cuentas creo que el problema de la reproducción del discurso penal en las aulas está dado porque se trabaja con un material normativo y discursivo sin someterlo a crítica o valoración alguna; y en el caso de existir una valoración, la misma es solo en apariencia, es falsa, circular y nula. Esto es, se estudia la norma y es estudian los principios dogmáticos casi como si lo segundo estuviese incluido y se desprendiese naturalmente de lo primero. Así, se lleva el material dogmático y la norma al mismo plano, como algo que le es dado para su aceptación, sin alternativas cuando en verdad los principios que imperan en el discurso son construcciones que le son propias, antes que “deducciones inherentes” a las normas que se supone están analizando.
En efecto, el error y la trampa de la reproducción discursiva (e ideológica) en las aulas radica en que si se somete a crítica a una determinada norma/principio/institución es pues, con el mismo material dogmático y discursivo que se utiliza para su paráfrasis. De tal artículo se extrae tal principio (¿se extrae o el discurso penal lo extrae?) y de ello se coligen las consecuencias A, B y C que permiten entender que tal otra norma está mal y debe ser reformulada. Y en el caso de que estas conclusiones merezcan ser justificadas, tal tarea es cumplimentada recurriendo a otros elementos del mismo discurso, sin salirse de él, sin posicionarse en un punto de vista externo (que, adelanto, a mi criterio debe ser un punto de vista ético).
Algo de esto es marcado por Nino en “Consideraciones sobre la dogmática jurídica” (1984): Allí comenta que los juristas construyen su discurso atribuyéndole a las normas mismas, las soluciones que ellos mismos proponen y consideran valiosas, eliminando lagunas, contradicciones, precisando sus términos vagos, prescindiendo de las normas superfluas, sin que aparezcan como una modificación del orden jurídico positivo; lo hacen como si se tratara de una descripción del derecho vigente tal como genuinamente debió haber sido pensado por el legislador.
....Es el típico caso de los “principios” (ampliamente usado tanto en materia de derecho privado, como en materia de derecho penal de fondo y de forma) que son una de las técnicas argumentativas más utilizadas para mostrar como compatibles su adhesión al derecho legislado y su función de reformulación, salvando imperfecciones formales y adecuándolas a estándares.
....Cómo funciona: se toma un conjunto de normas, o siquiera una sola de ellas, y de allí se extraen principios más generales y pretendidamente equivalentes a tales normas. Así, se logra una mayor economía normativa (menos enunciados normativos) mostrándolos como un puñado de principios, cuyas consecuencias lógicas son más fáciles de determinar.
....¿Cuál es la trampa? es que no pocas veces los dogmáticos además de reformular el sistema con el material normativo con el que cuentan, se pasan de la raya y proponen principios generales reemplazando muchas normas, pero que a la vez tienen un campo de referencia mayor que el del conjunto de normas reemplazadas, permitiendo derivar de aquellos nuevas normas que no estaban incluidas en su objeto de estudio y cubren de ese modo, las lagunas del sistema, o las llegan a las conclusiones a las que ellos ab initio querían arribar.
En otras palabras, se evita una tercer etapa que debería ser la más importante: la valoración crítica sustentada en una discusión racional.
Esto implica, claro, la inmersión en dos extremos inescindibles: 1) el primero, saber si existen procedimientos racionales para justificar la validez de los juicios de valor; discusión netamente meta-ética y 2) determinar cuáles son los ejes o principios de justicia y moralidad que van a ser utilizados para someter a crítica al discurso jurídico o político que se reproduzca en un aula; cuestiones que son consideradas como parte de una ética normativa.
La empresa, si bien aparenta ser dificultosa, la considero posible y hasta necesaria. Respondo, entonces, que sí a la primer cuestión y considero ausente en las aulas la delimitación de la segunda. En los párrafos intento ampliar esto.
Se cae en un círculo vicioso.
Esta ausencia de crítica tiene consecuencias muy evidentes y perceptibles en las aulas: la justificación última de un enunciado discursivo tiende a ser resulta recurriendo al mismo aparato conceptual que de ese mismo discurso se desprende (esto puede corroborarse empíricamente al analizar los exámenes que hacen los alumnos, al responder los “por qué” o los “justifique su respuesta”). Así, la tarea del discurso tiende a ser verdaderamente dogmática, puesto que la razón última para la aceptación de los enunciados que ellos pregonan, está en otros tantos que también ellos mismos han creado. Es un discurso que, así visto, es cerrado, valorativamente neutro y epistemológicamente nulo.
Se reproduce un discurso que jamás se pone en jaque dado que no hay nada por sobre "el derecho penal de autor está mal", o “la pena de muerte es aberrante”. Véase el error: se toma a esos enunciados como que no deben ser justificados ya que son la justificación última de su contenido y de todas sus consecuencias. A la a hora de responder a la pregunta culta o lega de "¿por qué está mal?", la respuesta dogmática sólo llegará al punto de la justificación normativa o conceptual (que forma parte —insisto— del mismo discurso que se quiere valorar). El alumno pone en el examen que la pena de muerte está mal porque así fue estipulado en X norma, porque es ilegítima según X autor, y porque así se confirmó en X fallo de la Corte. El aborto está mal porque la Constitución lo prohibe en tal norma; las aprehensiones arbitrarias están mal porque lo dijo la Corte Interamericana, etc. La razón para la acción, para aceptar un instituto, para observar una norma jurídica, para creer en un sistema, es meramente normativa y dogmática. Jamás ética o valorativa. ¿Cómo puede ser? Hacen decir al art. 18 CN algo que no dice textualmente (ni casi diría implícitamente), pero que "se desprende naturalmente de él" para luego extraer de allí toda cuanta conclusión le venga bien al discurso; y a la hora de justificarlo, ponen un paréntesis que dice "principio de prohibición de autoincriminación coaccionada", remiten al 18 y nos vemos carlitos. Ese método es el que se reproduce en muchas clases universitarias y es por lo menos insuficiente.
En llano, si un profesor hace una pregunta didáctica sobre si algo está bien o está mal, y el alumno chocho grita "está mal, por que eso es derecho penal de autor" (como pasó en el segundo de los ejemplos de clase que mencioné al principio), lejos de decir el docente "muy bien" (cosa que podría pasar tranquilamente), debería rápidamente refutársele diciendo que eso es una mera explicación conceptual o dogmática mas no una justificación. Debería inmediatamente solicitársele que diga por qué está mal aplicar el derecho penal de autor en ese, otros o todos los casos y que respecto de ello sí de una respuesta acabada y completa. Que se convenza a él mismo (y que pueda convencer a otros) de que el derecho penal de autor es verdaderamente una alternativa disvaliosa, brindando amplias razones para ello. Si sólo explica, deja feliz al docente y al discurso, pero en el fondo no habrá dicho absolutamente nada. Si sabe justificarlo, allí creo que habrá aprendizaje y un discurso loable.
Entonces, frente al clásico cliché del docente de “explicarle algo a doña rosa”, cabría concluir que ello no es un chiste para el discurso penal que recoge el alumno de sus clases, sino cuanto menos un gran desafío. El sentido común no es menos valioso que la bola de términos cargados de emotividad con la que un dogmático puede explicar la realidad; todo lo contrario. Esa falsa imposibilidad de explicarle a doña rosa un domingo en la mesa el porqué de las viscerales afirmaciones a las que llega el discurso penal —y que tan poco entendibles le resultan al lego— va a ser superada justamente cuando comiencen a plantearse esas otras cuestiones; que se lleve el discurso al plano valorativo, ético, deliberativo y racional. La imposibilidad del lego de "comprender" al derecho penal es en esencia tramposa: esconde un desafío que muchos no quieren asumir puesto que el mismo discurso penal que se reproduce en las aulas es el que no quiere "bajar" (cuando en verdad es subir) al nivel que doña rosa le reclama. Ese miedo, imposibilidad teórica, incapacidad, o falta de talento (la verdad ignoro cuál de todos y no es mi intención subestimar) es trasladado a los alumnos en una aceptación acrítica de un discurso que tan solo en apariencia se vislumbra como completo y perfecto; su choque con la realidad es parte de la incomprensión del lego y jamás culpa de la insuficiencia de razones que éste tiene para aceptar las conclusiones de aquél.
De igual manera, la academia en las pocas veces que accede a los medios debería dejar de dar [falsas] justificaciones normativas y jurisprudenciales (véase que el discurso dogmático tiende a ser encubierto frente a las cámaras por su pésima reputación popular aunque una gran admiración fetichista en Congresos y Jornadas) y pasar a dar razones valorativas (morales; verdaderas justificaciones) para que la gente (toda) pueda comprender la necesidad de adoptar un principio o criterio determinado y preferirlo frente a otros que se muestran —tal vez— más tentadores (inflados éstos por algunos sectores políticos y mediáticos que todos conocemos).
Caso contrario —como son las cosas hoy— frente a la pregunta típica de los periodistas que dice “¿Cómo se justifica que el juez haya liberado a X persona?" muchos receptores del discurso penal habrá de responder “porque lo dice la norma” o “porque se sigue tal principio” o "porque lo dijo la Corte" haciendo creer erroneamente que la solución es, pues, cambiar la norma, dejar de aplicar el principio o esperar que la Corte rompa su criterio; tal extremo es perfectamente evitable: debería explicarsele al periodista de manera acabada por qué es mejor que el juez haga lo que hizo antes que se den tales o cuales consecuencias. Que se explique por qué es preferible este mal menor, a los fines de evitar evitar este otro mucho mayor, etcétera.
Valores, valores y más valores.
El discurso se justifica con razones que permitan, en el marco de un debate, considerarlo valioso y superador frente a otros que se muestran como alternativos; que permita aceptar su verdad o preferencia frente a los restantes, como fruto de una discusión, de una deliberación. No se busca demostrarlos sino argumentar con ellos, usarlos como una conclusión a la cual hay que adjudicarles premisas que le den soporte, que permita generar en el otro una aceptación consensuada.
Tan inútil es el escepticismo ético como este dogmatismo ético que acepta verdades morales autoevidentes o que se adquieren por un acto de fe o por una intuición no corroborable intersubjetivamente, lo que hace, en cualquier caso, superfluo el ofrecer razones en apoyo de tales creencias. La ausencia de la valoración del discurso que se reproduce, lleva —no lo dudo— a este tipo dogmatismo. El valor del discurso —siguiendo ese criterio— se da por obvio, tácito e innecesario de someter a discusión. Eso está mal y debe —insisto— ser eliminado de las aulas.
En suma, se convierte el material teórico en propaganda y su aceptación en dogmática:
“La formación de una conciencia moral se logra o bien por propaganda o por discusión racional. El primer método puede ser más eficaz a corto plazo, pero como la experiencia lo demuestra es notablemente frágil, puesto que condiciona las mentes a un tipo de respuesta que bien puede adaptarse con relativa facilidad al estímulo opuesto. Por otra parte, la estrategia propagandística, cuando va más allá de la mera difusión de ideas, implica una actitud elitista, ya que se supone que quienes ejercen la propaganda no están convencidos por acción de esa misma propaganda sino por razones que no están al alcance de sus destinatarios, y esa actitud es pragmáticamente inconsistente con la defensa de los derechos que se procura hacer a través de la propaganda. Afortunadamente la vigencia de la discusión racional es mucho más amplia que la de los derechos humanos” (Nino, 1984:5)
Colofón
Un alumno de derecho penal tiene que poder sentarse frente a Doña Rosa y poder explicar cuán valiosos son tales o cuales principios (y sus chocantes consecuencias) y cuáles son las razones últimas, finales, por las cuales esa señora debe preferirlos frente a otros. Debe poder lograr —en la medida de lo posible— que doña rosa pueda aceptar que es mejor en algunos casos que un presunto delincuente esté libre hasta que no se juzgue su culpabilidad, o que es bueno que el estado no te juzgue por el color de tu piel, o que es bueno que no exista un derecho distinto para gente que es considerada “terrorista”, o que es bueno que el estado no aplique un castigo mayor que aquel que desea reprimir, y un enorme etcétera.
Si un alumno no puede hacer eso, mientras come ñoquis y toma coca cola, es porque se morfó una bajada de línea que sólo va a reproducir tirando términos bombásticos que en el fondo no comprende. Y si Doña Rosa, frente a toda esa perorata técnica y falsamente científica que se le intenta imponer, se enojara y puteara al alumno proponiendo soluciones discutibles, no cabe ir a la clase de la facultad y reirse de su bajeza (como se hace con Susana Giménez) sino que cabe —cuanto menos— repensar la forma en que aquél discurso es reproducido, la manera en que el alumno lo incorpora, y las herramientas que se le brindan para que lo entienda y le asigne un valor.
Fotografía: © Juan Tapia. La [muy buena] colección completa la pueden ver en su blog Aula Penal [acá]
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Sobre esto hay debate:
Juan Tapia responde a QsA en su blog Aula Penal [acá]
Alberto Bovino incluye su opinión en [este trabajo]
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Juan Tapia responde a QsA en su blog Aula Penal [acá]
Alberto Bovino incluye su opinión en [este trabajo]
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