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miércoles, 31 de marzo de 2010

La mente del juez

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La verdad, si esta guitarra la hizo un indonesio un lunes,
va a estar joya y va a afinar. Si la hizo el viernes, cansado
y con ganas de irse a la casa a ver a sus hijos,
seguro vas a tener problemas con las clavijas o el puente.

—El luthier que me vendió mi primer guitarra.



Las teorías de la argumentación —incluyendo aquellos que, como Atienza, ven al derecho en sí como un fenómeno netamente argumentativo— suelen separar su objeto de estudio demarcando dos espacios o ámbitos: un contexto de descubrimiento y un contexto de justificación de las decisiones judiciales.

Dicho en términos simples, una cosa es el proceso psicológico, sociológico por el cual un determinado juez decide un caso en una forma determinada y otra totalmente distinta es el proceso justificativo de ese acto (de poder) a través de la redacción de los fundamentos de su sentencia. Lo primero implica analizar y encontrar razones para explicar cómo alguien decide de una u otra manera; lo que suelen llamarse razones explicativas o motivos de acción (p.ej. el juez es pro deudor, o pro banco, es nazi, es hippi, es puto, es conservador, es corrupto, es moralista, millonario, etcétera), y lo segundo implica otra cosa; conlleva analizar las razones que el magistrado utilizó y exteriorizó en su sentencia para justificar su decisión (sin importar cómo, en su fuero interno, arribó a esa decisión).

Donde no todos se meten.

Lo anterior viene a cuento de que las teorías de la argumentación, sea que prediquen una concepción lógica formal, informal, retórica, tópica o la que sea, han sido siempre reticentes a inmiscuirse en el contexto de descubrimiento, o ámbito de estudio del por qué es que un juez decide de una manera y no de otra, al margen de qué es lo que luego vuelque al papel.

Dice Manuel Atienza:

“En cualquier caso, la distinción en el ámbito de la teoría estándar de la argumentación jurídica, se ha utilizado para situar a la teoría exclusivamente en el contexto de la justificación: el propósito de autores como MacCormick, Aarnio, Peczenik, Alexy, etc., no es el de estudiar cómo se toman o se deberían tomar las decisiones, sino cómo se justifican (y/o deberían justificarse); más en concreto, esos autores suelen tener propósitos reconstructivos: ofrecen modelos de cómo deben fundamentarse las decisiones judiciales a partir de cómo de hecho se fundamentan (Atienza, 2006: 100)

El autor un poco regaña de esta distinción y reconoce que sólo es tajante en una concepción formal de la argumentación jurídica (bolsa donde irían los lógicos formalistas); pero a poco que se analiza la concepción material (una suerte de teoría de las premisas, o de las buenas razones) y la concepción pragmática (la visión social de la argumentación, donde hace las paces con la retórica y la dialéctica) allí la distinción sería algo estéril: sí o sí hay que analizar —ya sea someramente— algunos aspectos previos al momento en que el juez se sienta a escribir un voto (v.gr. cuando un juez sabe que su colega de sala le va a votar en disidencia por lo que reajusta sus decisiones para intentar conciliar una postura común).

Igualmente, y no obstante los tímidos intentos de Atienza (1) y otros autores en considerar algunos aspectos del contexto de descubrimiento de las decisiones judiciales, lo cierto es que no deja de ser un tema cuasi tabú y no demasiado trabajado; sólo reservado para los atrevidos periodistas que se animan a esgrimir teorías conspirativas, casos de corruptela, negociados políticos, etcétera.

El periodista promedio no lee los fallos, no le interesa casi nunca su justificación (rara vez un periódico linkea a un pdf con la sentencia ni se desprende de la crónica que hubiese leído en profundidad y a consciencia su contenido). Puede sacar un titular que diga “la Cámara dio razón al Gobierno” y tal vez la sentencia lo único que hizo fue desestimar el recurso por estar desierto, confirmando en consecuencia lo dicho en primera instancia. Quiero decir, sólo le interesa la [presunta] razón por la cual decidió en uno u otro sentido; lo referido a justificar —fundamentos exteriorizados— es sólo un trámite; total, argumentos hay tanto para el norte como para el sur.

¿Es posible el estudio serio del un contexto de descubrimiento de las decisiones judiciales?

Parece la pregunta del millón. Más allá de las teorías (léase rumores o sospechas) sobre corrupción o acomodo, ¿existen posibilidades de dar con un estudio serio de la función judicial pre-redacción del fallo? ¿es posible estudiar el camino de decisión desde el fallo hacia atrás?.

La respuesta es que sí, pero es difícil.

De la misma manera que Pablo Manili (2007: 46) comenta muy acertadamente que los propios constitucionalistas han sido muy pobres críticos de las cortes con las que han convivido, ya sea por pertenecer al poder judicial y sufrir el temor reverencial de quienes —en definitiva— no dejan de ser sus jefes mediatos, o bien por ser abogados que no quieren ganarse como enemigos a quienes tarde o temprano atenderán sus expedientes, es posible en este caso reconocer que tampoco hay demasiados incentivos para que un doctrinario dé forma a una teoría de la “mente judicial” que le haría generar unos cuantos jueces disgustados, los cuales tarde o temprano, habrán de resolver las causas en las que litiga (con una discutible parcialidad).

En suma, pareciera que hay como un tabú sobre la actividad del juez y sobre la forma en que arriba a una decisión.

Salir a presumir, imaginar o sospechar sobre qué es lo que pasa por la mente de un juez es muy complejo. Máxime cuando hay que partir de la premisa de que lo que el juez redacta como fundamentos de su sentencia no explica cómo él llegó a esa decisión, sino que le brinda a la sociedad buenas razones para aceptar la justicia de su solución, conforme los requerimientos de un Estado de Derecho que indica que allí donde no hay razones hay arbitrariedad.

En sentido retórico —la logique juridique de Chaim Perelman— la sociedad es el auditorio natural al que todo juez debe dirigirse para intentar persuadir y convencer sobre la justicia de su decisión. Pero nada lo obliga a exteriorizar las razones internas, morales, políticas o del tipo que sea, que lo llevaron a elegir un camino de acción determinado (2)

Perelman mismo reconoce estas diferencias en su lógica jurídica, distinguiendo entre móvil y motivo:

"Dice T. Sauvel que "motivar una decisión es expresar sus razones y por eso es obligar al que la toma a tenerlas. Es alejar todo arbitrio (...) Los motivos bien redactados deben hacernos conocer con facilidad todas las operaciones mentales que han conducido al juez al fallo adoptado (...)" Sin embargo, creo que estas últimas observaciones confunden el desarrollo psicológico de los móviles y de la función de los motivos. Éstos últimos deben persuadir a los litigantes, a las instancias superiores y a la opinión pública ilustrada de los motivos que justifican en derecho la parte dispositiva o fallo, pero no deben en modo alguno contener los móviles de los motivos (...) Sauvel olvida o descuida los elementos extrajurídicos que pueden haber influenciado en la opinión del juez y de los que el juez se guardará muy bien de hacer mención." (Perelman, Ch. Logique Juridique: Nouvelle rhetorique, 1976, p. 85, el resaltado es mío).

En ese tabú intervienen muchísimas ficciones de las que se vale el derecho; por ejemplo, que el juez sabe todo el derecho, que es probo, prudente, justo, equilibrado, no es prejuicioso, etcétera. A ello se le suma un respeto muchas veces exagerado y contra legem, que se imprime en el trato que se le debe a un magistrado (v.gr., al día de hoy, y aun con el art. 16 de la Constitución Nacional de por medio, los oficios deben decir expresamente “Dios Salve a Vuestra Señoría”, so pena de que sean observados).

La visión debería ser interdisciplinaria, claro. Hay cuestiones psicológicas, éticas, políticas, sociológicas y de otros colores que convergen en un fenómeno de decisión. A ello se le suma la dificultad de generar ideas generales que no dejen de lado las particularidades de cada juez. De nada sirve hacer enunciados genéricos si después redondeamos con un “igual, todos los jueces son distintos”. Evidentemente el desafío implica encontrar patrones de conducta, o fenómenos que se repiten con una frecuencia suficiente como para predicar de ellos una regla de aplicación medianamente generalizada.

Algunos autores que tocaron el tema

Si quien lee esto piensa que alguien ya lo debe haber hecho, la respuesta de nuevo es que sí, sin duda.

El realismo norteamericano —vencido por K.O. en primer round frente a una teoría general del derecho continental que no hizo más que apalearlo por considerarlo extremista— fue una de las primeras visiones en poner de resalto estos aspectos.

Estas posturas (con más mesura en el realismo escandinavo) veían en el derecho no tanto normas y sólo normas —concepciones normativistas— sino más bien conductas: el derecho es comportamiento humano, de carne y hueso, siendo muy relevante —por sobre lo demás— el comportamiento de los jueces y funcionarios afines (la idea de que all the law is judge-made law). Bajo estas ideas —y dicho en la histórica cita del juez Holmes— saber derecho es poder predecir lo que los jueces, en ciertos casos y ciertas condiciones, habrán de decidir. La dogmática o no existe, o es pura profesía; posición ciertamente atrevida.

En la reivindicación —justa y medida— del realismo jurídico entra otro grande de nuestros pagos, que es Genaro Carrió. Él tiene una concepción mucho más pragmática, simple y valiente del derecho como fenómeno argumentativo.

Tanto en “Cómo fundar un recurso” como en “Como estudiar y cómo argumentar un caso” (libritos cuyo tamaño es inversamente proporcional al valor de su contenido) Carrió pone de resalto estos aspectos del realismo jurídico de los cuales no dan cuenta otras cosmovisiones del fenómeno jurídico.

Dice Carrió:

Para predecir un fallo hay que conocer lo mejor posible, entre otras cosas, todas las características relevantes del juez que habrá de dictarlo. Se entiende por características “relevantes” aquellos rasgos del juez, de su personalidad, carácter, educación, ideología, clase social, versación jurídica, laboriosidad, ambiciones, religión, proyectos vitales, entorno familiar, principios morales, carrera judicial, prejuicios de todo tipo, preferencias políticas, mayor o menor integridad, entorno de amigos cercanos, entidades sociales que frecuenta, obra escrita sobre temas jurídicos y sociales, actuación universitaria, etcétera, todos aquellos rasgos, repito, que concebiblemente habrán de incidir sobre él al decidir un caso, según sea el tipo de problemas, hechos y valores que lo definan y las condiciones personales y sociales, lato sensu, de las partes” (Carrió, 1989:29).


Estas ideas llevan, por ejemplo y entre otras aplicaciones prácticas, a construir una estructura teórico-práctica para fundar recursos. Esa es la intención de Carrió, no obstante sus ideas, entiendo, pueden ser trasladadas a fines algo más ambiciosos.

Vale el ejemplo de una revocatoria (recurso por medio del cual el abogado le pide al juez que se corrija a sí mismo en una providencia simple en la cual cometió un error).

Conforme una concepción lógica, basta que nuestros argumentos se vean como sucesión de premisas unidas conforme a una estructura lógica válida, que permitan predicar que dada la verdad de las premisas, necesariamente podremos predicar verdad de la conclusión. Insuficiente. Conforme una concepción material, bastaría encontrar buenas razones para demostrar nuestra premisa central (que el juez cometió un error en una providencia simple). Insuficiente. Conforme una concepción pragmática, debemos repensar esas buenas razones en un sentido dialéctico: es el juez quien debe convencerse o persuadirse de que esas razones dadas, son realmente buenas. Pero nuevamente, puede el juez en su fuero interno estar completamente seguro de que el escrito que funda la reposición es excelente sin embargo no dar el brazo a torcer.

Allí es donde hace falta algo más. Por caso, aceptar que (1) Los jueces no escriben todo lo que firman, puesto que delegan muchísima de su labor en sus subordinados, confiando en su criterio y pericia; aspecto que se maximiza conforme disminuye la importancia del proveído; (2) Consecuencia de lo anterior, un juez puede querer defender la torpeza suya o de su subordinado, cubriendo el error al solo fin de no evidenciarlo; tal vez él mismo fue torpe porque no advirtió el error de su subordinado y le puso el gancho a un proveído que decía una estupidez; (3) El juez puede conocer al abogado y no soportarlo y querer fastidiarlo, o no; (4) El juez puede ser parcial, torpe, bruto, terco o —como dice Carrió— “poco proclive a admitir que se ha equivocado”, o bien ser abierto, flexible, comprensible, dispuesto a reconocer errores, etcétera. (5) El juez puede ver que la causa en sí conlleva una trampa de una de las partes, una maniobra inmoral, una persecución reprochable de una parte contra la otra, o situaciones análogas, por lo que no quiere darle la razón al abogado cómplice en ese ardid (6) El juez puede saber que el abogado está “pinchando” el expediente o metiendo “puras chicanas procesales” al solo efecto de dilatar el proceso y no va a permitirlo, aun a costa de él mismo cometer pequeñas arbitrariedades, y un enorme etcétera.

Todos estos aspectos (entre muchísimos otros) han de definir seguramente la manera en que funda y justifica su decisión. Más aún, cuanto más patente sea el error, y mejor sean los argumentos de la parte en evidenciarlo, más difícil le será al juez justificar su insistencia en el equívoco. Pero, como sea, no puede analizarse el resultado sin comprender el proceso de conformación de una decisión. La argumentación a más de ser considerado como una actividad y como un resultado en sí de esa misma actividad (la sentencia como hecho argumentativo), debe ser comprendida también como la consecuencia inescindible de un acto de decisión a priori, que tiene otro tipo de razones, y que puede ser explicado conforme un aparato teórico distinto, o al menos más amplio.

Es sabido que una sentencia puede ser el paradigma de una buena argumentación justificatoria, no obstante el magistrado haya arribado a ese camino de acción por las razones más tétricas e inmorales cuyo contenido, conforme las teorías de la argumentación predominantes, no podemos atrevernos a conocer.

Más aun, interesante será conocer cómo las razones a priori que posee un juez para decidir de una manera (contexto de descubrimiento, o los llamados móviles, en términos de Perelman) condicionan la forma en que habrá de exteriorizar la justificación de su camino de acción (contexto de justificación, o motivos). Seguramente a más debatibles sean sus móviles internos (en un sentido apriorístico), más compleja y dificultoso será presentarla a la sociedad como un acto de poder virtuoso y justo (deberá recurrir en su sentencia, tal vez, a mayor número y tipo de argumentos que aquellos que hubiera utilizado si hubiera decidido de otra manera).

Los consejos de Genaro Carrió para argumentar un caso (véase el importantísimo detalle lingüístico de que para él los casos no se litigan, sino que se argumentan) o para fundar un recurso, son una muestra excelente de cómo puede irse hacia esa zona oscura y poco discutida. Todo lo dicho sobre cómo fundar un recurso, incluye tácitamente —y por imperio de la visión realista de la que el autor se vale— también una concepción de cómo los jueces deciden.

En suma

En definitiva, no es cuestión de comenzar con teorías conspirativistas, sino desnaturalizar algunas ficciones. Los autores encontraron el gustito en desmitificar al legislador racional de la escuela exegética decimonónica, para darle con un garrote a sus torpezas de redacción y oscuras intenciones político-económicas.

Es cuestión de repensar ahora la figura del juez y hurgar un poquito en los procesos psciológicos y morales que se presentan a la hora de dar decisión a un conflicto en concreto. A fin de cuentas sigue siendo curioso que los jueces “fallan”, palabra ésta última que —conforme el diccionario de la Real Academia— significa tanto decidir como equivocarse.

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(1) Digo tímidos en la medida en que en la obra de Atienza no se encuentran tantos elementos del contexto de descubrimiento como se podría imaginar que existen. El autor trata de mostrarse demasiado conciliador con todas las concepciones de la argumentación (lógica, material y pragmática) y con todos los contextos (explicativos y justificativos) pero no siempre logra materializar en ideas, la intención globalizadora que tanto predica.

Una crítica similar en el trabajo de Jorge Rodríguez “Contradicciones normativas : Jaque a la concepción deductivista de los sistemas jurídicos” en Doxa, acá

(2) Lorenzetti en "Teoría de la decisión judicial - Fundamentos de derecho" hace sus intentos con los paradigmas que comentamos en ésta entrada.

martes, 23 de marzo de 2010

Es la anomia, bobos.

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Intenten graficarse esta situación mientras se las relato:

Canal de noticias marplatense (el que usted guste), en pleno mediodía, vuelve de la pausa comercial al ritmo de esas típicas canciones de noticiero —pedorras, con mucho viento de metal con melodías horribles— y en un fade out del audio le da entrada al locutor que anuncia una terrible tragedia en la facultad de derecho.

El locutor comienza a relatar que a las 18:30 horas aproximadamente del día de ayer y luego de que uno de los ascensores reportara una falla que motivó el timbre de alarma interna de uno de los cubículos, finalmente se desprendió de su carril y haciendo honor a la gravedad se dirigió a varios kilómetros por hora hacia el suelo, provocando 6 heridos graves y una muerte. (Imaginemos una sola).

A la salida, los alumnos enojados manifestando frente a las cámaras y al micrófono que es una vergüenza que se no se controlen a los ascensores, y que no se invierta en su reparación. Otra señora anonadada manifiesta que una vez ella tocó el quinto, y el ascensor frenó en el cuarto. Atolondrado por un alud de furia, otro alumno manifiesta que es una tragedia evitable si las autoridades —imaginemos que tira algún nombre— hubiesen estado al tanto del estado del ascensor y lo hubiesen arreglado. De atrás, y con un chaleco rojo sangre muy chillón, se impone un alumno que ya se mostraba con ganas de participar y casi de tomar el micrófono a propia mano, y cuando finalmente logra darse con la palabra, dice enojadísimo que "es una verguenza, que no se controla nada, que es siempre lo mismo".

De fondo, los [que hacen las veces de] peritos miran la escena y no comprenden qué pudo haber pasado.

Pero eso no importa. En ese momento, todos son expertos en ascensores y todos son expertos en derecho penal ascensoril. Creen saber qué pasó, por qué pasó, y culpa de quién (que es siempre otro, claro).





Ahora imaginen esta otra situación:

18:30 de la tarde, horario complejo en la facultad. El edificio tiene ocho pisos, con un promedio de cuatro aulas cada uno, generando que ir a los pisos quinto a octavo sea un esfuerzo a veces cansador; máxime si es tarde y uno carga el stress del día. El horario es complejo puesto que están todos, y todos tienen que cursar en todas las aulas. Todos tienen que ir a algún lado.

Frente a los dos ascensores siempre hay, imaginemos, 15 personas promedio. Es casi un dato de rigor científico que esperar un ascensor es incómodo; uno comienza a apretar una y otra vez el botón creyendo que la computadora que dirige esos aparatos de transporte no tomó nota de nuestro pedido. Por eso, clic clic clic. Lo llamamos una y otra vez.

Todos se arrinconan cerquita de la puerta; no aceptan que están formando una fila, pero esa idea se imponen sutilmente. Existe, en forma tácita, una suerte de prior in tempore potior in ascensore, donde no siempre cuentan aquellas personas a las cuales el ascensor les resulta la conditio sine qua non del acceso a su clase.

Claro que cuando el ascensor llega es el milagro que se hace materialidad, es Dios que ilumina con su gloria divina. Las puertas se abren a la par de que el display anuncia "PB" y dos ejércitos antagónicos, plenamente enfrentados y en simétrica pero opuesta disposición se lanzan a su carrera: los que iban en el ascensor quieren salir, pero curiosamente las tropas que estaban esperando en la puerta por la llegada de tan mágico medio de transporte se avalanzan por entrar. Una mini guerra, de una sola batalla. No hay golpes, sólo búsqueda de huecos. Yo te dejo pasar, pero por acá me mando para adentro. Yo te espero a que salgas, pero mientras meto el piecito en el aparato para guardar mi lugar.

Y así se da un típico ingreso al ascensor ya vacío: todos se insertan anárquica y apresuradamente conforme el orden de llegada. Tal vez alguna [rara] excepción implica que alguien mire a su deredor para ver si hay alguien mayor, lesionado, con capacidades diferentes, o quién sabe qué circunstancia que consideren pueda ser más digno de subirse. Por lo general no ocurre y más de una vez personas discapacitadas o edad avanzada quedadan resagadas frente a los que llegaron "pri" y respecto de los cuales podría predicarse un estado físico suficiente para enfrentar la escalera, pero bueno. Llegó el ascensor; se abre la puerta...¡Todos a bordo!.

Imaginemos que allí —en el ascensor, debajo del cartel que dice "CAPACIDAD MÁXIMA 5 PERSONAS"— comienzan a subir todos los que entren. Todos los que se puedan caber. Recién en cierto punto se da el siguiente diálogo:

—¿Entro? —dice uno vestido de chaleco rojo sangre, y que se quedó afuera sin poder entrar por poquito, mientras mira a 6 o 7 (o a veces más) afortunados aparruchados en el cubículo de la felicidad mobiliaria.
—¿Uhmmm a ver? —dice uno que siempre se erige como el líder espiritual del grupo de los que "lograron entrar" (por lo general está al lado del tablero)
— Me parece que si, probá —alega uno en el fondo, bien en el fondo, con la tranquilidad de que su victoria está asegurada.

Allí mismo el que curiosamente quiere ver "si entra" pisa suavemente el ascensor y todos, absolutamente todos en el mismo lugar donde se impone aquella obra de arte hecha en Times New Roman con mayúsculas y subrayado, me refiero al cartel "CAPACIDAD MÁXIMA 5 PERSONAS", allí mismo todos miran el mágico mundo de colores del tablero, donde se analiza el peso que está soportando en ese instante el aparato, y cuyas tonalidades van del verde "todo bien", el amarillo "epa epa" y el rojo "todo mal" (o en su variante rojo "el último está gordito y la capacidad está recontra excedida").

Claro, que lejos de ser cinco personas, a ese punto ya hay como 7 u 8. Sin embargo, si al subir este último pasajero la luz se mantiene amarilla, se escucharán algunas risas y algún "—¡ja ja justito!". Las puertas se cerrarán y los siete —ahora ocho, incluyendo al del chaleco rojo sangre— se van chochos para los pisos superiores a cursar sus materias mientras el cartel de "CAPACIDAD MÁXIMA 5 PERSONAS" queda escondido detrás del cráneo de aquél que quedó sobre el fondo del cubículo.

Los que quedaron afuera, esperarán al siguiente ascensor para repetir la misma postal; una y otra vez.

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Son dos relatos, bien distintos. Por ahora, sólo uno es ficticio y el otro es postal de todos los días.

domingo, 14 de marzo de 2010

Me compré un piano

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Hoy es mi último día de "vacaciones" (en lo que a facultad refiere). Estoy arrancando lo que probablemente sea mi último año de cursadas, y tal vez el verano que viene esté ya terminando la carrera que empecé allá por marzo del 2006. Por eso, hoy sale un post bien de blog, de diario personal, y no jurídico.


Banco hipotecario.

Esta entrada no va a tener sentido si el lector no vio una de las publicidades de la última campaña de Banco hipotecario. Dura 60 segundos:






Esta publicidad, para aquellos que tenemos algo de geek, es realmente muy sincera. Y me re hago cargo. Me gusta la tecnología, me gustan los chiches, y tengo todo un folklore alrededor de una compra.

Primero: inventar qué es lo que necesito (sí, me autoinvento las necesidades; quién no). Después averiguo de ese ítem, qué es lo mejor y en qué rango de precios anda. Luego defino un top 3 de opciones e investigo a fondo las reviews (o comentarios de usuarios del producto) para ver sus pro y sus contras y finalmente, elegido el producto que quiero, me pongo a buscar a quién se lo voy a comprar. Siempre termino utilizando mercadolibre. Me resulta cómodo no verle la cara a los vendedores.


Piano piano

En verdad soy guitarrista; toco la guitarra. Pero es curioso que el 95% de la música que escucho últimamente es interpretada en piano. Por eso, hace unos meses que venía juntando unas moneditas para comprarme un piano. Sé tocar lo básico, pero quiero mejorar.

En realidad no es un piano, sino un controlador midi para "controlar" a un piano vía soft. Es un M-Audio Keystation 88es (acá). Tiene las 88 teclas de un piano, pero "semipesadas"; algo intermedio entre las teclas livianas y huecas de los sintetizadores y las teclas pesadas de piano. Está muy bueno la verdad. No tiene fuente, se alimenta por vía del mismo USB con el que transmite la data. Tiene pote de volumen, y rueda de pitch y modulación. Bien básico.

Lo compré en Buenos Aires, en la casa Digisolutions. Todo vía mail, depósito bancario y envío por encomienda. Fueron super efectivos y el producto llegó impecable. ¡Y no le tuve que ver la cara a ningún vendedor! Un negoción.

Como soy de comprar y vender mucho, soy cuidadoso y saco fotos mientras lo abro. De esa manera, después lo puedo publicitar y vender con todas las porquerías con que el producto viene:


Se abre la caja. veo qué trae adentro.

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Trae una copia del Ableton Live. ¡Iei!.

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Ahora hay que ver cómo sacarle ese plástico.

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Algunos pianistas decían en sus reviews que las teclas negras no tenían altura suficiente. Yo, la verdad, no veo tal defecto.

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Cargué el 4Front True Piano en la Macbook, enchufé por usb (no necesita alimentación) y suena genial y sin latencia!.

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.Transformé a mi notebook en un piano de cola con no más de 400 dólares. Un negoción.



Cómo funciona


Evité comprar un típico "teclado" (ya sea de los baratos o un piano digital) porque esta forma es la más barata de tocar el piano. Ciertamente hoy día es muy fácil tener un piano de concierto en tu casa, con muy poca plata.

En primer lugar, uno tiene un software de piano (sea que se use independiente, o bien que se lo utilice como instrumento VST en el programa que usamos para hacer musiquita). Sin duda de lo mejor que hay es el Ivory, el Akoustic de Native Instruments, y el The Grand, de Steinberg.

Pero esos ocupan mucho espacio y necesitan muchos recursos.

Por ahora sólo conseguí el Acustica Pianissimo y el 4Front True Pianos. Todos suenan muy lindo. Claro, el Ivory son 10 DVD´s mientras que el demo del TruePiano son 60 mega. Lógica deductiva falaz de por medio: si el de 60 mega suena lindo, el de 10 DVD´s debe sonar sin duda increíble.

Cuanto más pesado más se hace necesario tener un disco rígido muy rápido, mucho espacio, mucha ram, y una buena placa de audio que tenga drivers ASIO. A medida que uno le exige a la máquina lo que ésta no puede dar, toda la idea cae en la medida que aparece lo que se llama "latencia". Es decir, tocamos una nota y el sonido suena un poquito después. Obviamente es imposible hacer música con latencia perceptible. Es insoportable.

Entonces, lo primero, es conseguir el software. Yo intenté con el 4Front TruePiano:

(Esta screenshot la saqué de internet; fijensé que dice por allí abajo "Latency: 512 ms"; eso ya haría imposible hacer música. Por suerte en mi compu sólo tengo 64ms, lo cual es imperceptible)


No sirve de nada hacerlo sonar con el mouse. Por eso se usan los controladores midi. Básicamente son teclados "vacíos" (sin sonidos) que mandan data midi por vía USB (por "data" me refiero a, por ejemplo, el teclado envía información de que suena tal tecla, a tal intensidad, y la soltó de tal o cual manera).

Esa data llega al soft y dispara el sonido, que no es una "emulación" o "síntesis" de un piano, sino que es —en efecto— un sample o audio de un piano real grabado en la misma situación que yo tuve con mi controlador. En otras palabras: si le doy al do central con toda la intensidad (velocity en valor 127), va a disparar un sample o audio de un piano real grabado en esa misma nota dándole a todo trapo también.

Así se logran sonidos más que reales; una oreja algo despistada no va a encontrar diferencias entre un audio de un piano así configurado y un piano real grabado en un estudio.

Es muy loco.

Acá muestro el cablerío e improviso algo en el piano sobre una idea del tema "Ára Bátur", de Sigur Ros:





No digo que vaya a sonar como el genial Oscar Peterson en diez días, o que vaya a tocar los boogies de Katie Webster así de fácil. Pero, por algo se empieza. Denme algo de tiempo. Veremos cómo se aprende.

La música es muy divertida para aprender.

martes, 2 de marzo de 2010

Un pagaré de metro y medio.

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Una vez estaba viendo la tele con unos amigos, haciendo zapping. En una de esas, frenamos en un canal de deportes, justo en la entrega de los premios. En ese caso, se le daba al surfista una corona de flores (creo que era en Hawaii), una tabla de madera (a modo de trofeo) y un pedazo de plástico enorme, representativo de un cheque cuyo valor era el premio en dinero.

En eso fue que uno de mis amigos dijo “¿te imaginás caer con eso al banco?, yo lo haría sólo para ver la cara del empleado”


Su idea no es tan loca.


A ver. En verdad, no es posible ir a un banco a intentar cobrar o depositar con expectativa de éxito un cheque de plástico de un metro y medio de largo, por varias razones.

En primer lugar, los cheques (sean comunes o de pago diferido) sólo pueden ser librados en las fórmulas que le da el banco al abrir la cuenta corriente y acordar el pacto de cheque que delimita el uso y disponibilidad de los fondos en poder del banco. Y esas fórmulas (chequeras), a su vez, están reguladas por el Banco Central.

El art. 4 de la ley de cheques (24.452) dice clarito: “El cheque debe ser extendido en una fórmula proporcionada por el girado (...)”

Es decir, no hay cheque como título de crédito que contiene una orden de pago pura y simple librada contra un banco, si no está instrumentado en la chequera que el banco con el cual el librador tiene la cuenta corriente (y el correspondiente pacto de cheque) le hubiese entregado en debida forma y bajo recibo.

Ergo, si se anota en un papelito cualquiera todos los datos que lo convertirían en un cheque, en verdad ese papel no tiene valor. No sirve para nada; no hay orden de pago, no hay eventuales acciones cambiaras ni extracambiarias, ni de conocimiento ni ejecutivas contra sus firmantes. No ha nacido jamás un vínculo cambiario de ningún tipo.

El banco girado o el depositario, que a su vez recibe órdenes del Central sobre todos los controles que debe hacer de cada uno de los cheques que se le presentan para cobrar o compensar, lo va a rebotar con mucho gusto.

En este sentido, el cartón enorme entregado al ganador del torneo de surf, en tanto cheque, en la ley argentina, no tiene ningún valor. Es meramente representativo de un premio que detrás de bambalinas será dado en la debida forma.

(No señora, no lo va a poder cobrar)


¿Y si es un pagaré?

Yo creo que si el premio fuera dado en un pagaré de plástico de metro y medio la cosa cambia. Ese premio, a mi criterio y dadas ciertas condiciones, puede utilizarse como título idóneo para una ejecución.

El pagaré no prevé una relación triangular como ocurre con el cheque, donde es una orden librada contra un banco en el cual el librador tiene cuentacorriente, para que le de dinero al tenedor, cuando lo presente en debida forma. Por el contrario, es una relación meramente vectorial, con dos extremos. Aun cuando está pensado para que gire (se endose a gusto y piacere) lo cierto es que siempre hay una única relación de deudor principal y acreedor. Los restantes son meros garantes en virtud de que toda firma sobre el papel de comercio los transforma en tales, por imperio de la solidaridad cambiaria. Pero en lo importante, siempre hay un deudor y un portador legítimo (acreedor).

Al igual que el cheque, es un título de crédito y un papel de comercio, pero en este caso se trata sólo de una promesa de que el librador le va a pagar en cierto momento (dependerá del vencimiento elegido) una determinada cantidad de dinero a su portador legitimado. El tema es mucho más complejo y hay mucha tela para cortar, pero básicamente la definición es esa.

El pagaré se entrega siempre en virtud de una relación extracambiaria, o mejor dicho, un negocio jurídico que justifica su libramiento (descartemos altruismo). Ejemplo, te compro esta bicicleta pero como no tengo efectivo, te libro un pagaré. Es decir, reconozco una deuda en virtud de este contrato de compraventa (relación de valuta, extracambiaria) librando a favor tuyo, un título de crédito por medio del cual me comprometo a pagarte el valor que figura en el papel que subscribo.

El hecho, precisamente, de que se llamen “papel de comercio” es porque usualmente se hacen en papel. Son una especie de títulos de crédito y implican la vida autónoma del derecho que allí se anotó. La promesa de que “te voy a pagar” es un derecho cambiario en la medida en que lo volqué a un pagaré (título) con las formalidades necesarias. El que me vendió la bicicleta podrá exigirme ese valor siempre que 1) tenga en su poder el título ya sea porque lo libré a su nombre o es favorecido por la cadena de endosos aun cuando el último sea en blanco y 2) que la declaración que pretenda cobrar surja de la literalidad de ese papel.

Ahora, es verdad que en el sistema cambiario se habla de “rigor cambiario formal” porque las formas son tomadas con mucha seriedad. Se dice que las formas reemplazan a la sustancia, lo aparente se impone por sobre lo real, etcétera.

Para el lector no tan sumergido en lo jurídico vale una aclaración: la gran mayoría de los pagarés suelen cobrarse por una vía especial que prevén los códigos procesales, que es la denominada “vía ejecutiva”. Es un proceso en donde quien lo incoa, tiene un título al cual la ley le ha reconocido una vía más rápida para su cobro considerando presunta la existencia del derecho que allí fue incorporado (y que, si efectivamente no existía, se le permite un juicio más complejo posterior, para poder discutir y eventualmente solicitar que se devuelva lo erróneamente cobrado). No sólo pasa con los papeles de comercio (letras, cheques, pagarés) sino con muchos otros títulos: p.ej., los certificados de deudas por expensas confeccioados por el administrador bajo ciertas condiciones; los saldos deudores de las cuentas corrientes, etcétera.
La ley lo que hace es priorizar la celeridad que la dinámica comercial necesita para que las personas cobren efectivamente sus acreencias y el mercado pueda funcionar. Caso contrario, todos nos endeudaríamos librando pagarés y a la hora de que nos intimen al pago de los mismos, sabemos que vamos a un juicio que va a durar diez años sin que tengamos que dar un centavo. Las operaciones se tornarían imprevisibles e imposibles; los consorcios no tendrían dinero para cubrir los gastos ordinarios de la propiedad horizontal; los bancos no podrían conseguir de nuevo el dinero que prestaron, etcétera. Por eso en estos proceso ejecutivos, las defensas del “ejecutado” (deudor) son muy muy limitadas. No es imposible, pero ciertamente más difícil “zafar” de que tengamos que pagar sea con dinero que tengamos, o con lo que se obtenga de la subasta judicial de nuestros bienes.


Volvamos a las formas. Este rigor formal nunca se ha predicado del material ni mucho menos el tamaño que tiene que tener esta declaración cartácea. El lector dirá que hay costumbres comerciales y existe algo denominado "sentido común". Sí, claro. Pero no es eso de lo que estamos hablando acá. Nos importa qué dice la ley, en la medida en que es allí donde el juez tiene que encontrar fundamentos para justificar el rechazo de nuestra loca pretensión.

El propio Gómez Leo lo reconoce en este pasaje que tomo prestada de su obra “Tratado del pagaré”:

En suma, y en una reflexión eminentemente dogmática, podrá presentar sus alternativas o dificultades para llevarlas a la práctica, corresponde afirmar que el sustrato material puede ser papel, o cartón, o plástico, o tela, o madera, o fórmica, etc., de cualquier dimensión, que permita volcar en él la declaración cartácea en forma manuscrita o mecanografiada, utilizando formularios con espacios en blanco completados por el librador o por terceros, con la sola exigencia de que la firma que la origina sea autógrafa de aquél”. (Nota: en su obra “Nuevo Manual de Derecho Cambiario” agrega también a la “chapa”, como sustento material válido).


Es que, precisamente, en el decreto ley 5965/63, nada se dice sobre el soporte material del título. Sólo se insiste en los requisitos necesarios para que nazca un pagaré como tal, y aquellos que son necesarios que estén completos al momento de la presentación al cobro.

Más aun, en tanto el pagaré no es un instrumento propio del sistema bancario (quiero decir: que, a diferencia del cheque, su vida y giro comercial no depende de los bancos, aun cuando éstos lo usen cotidianamente con muchos fines), no hay tampoco normativa reglamentaria que pueda ser investigada para buscar más datos. El pagaré es un papel de comercio pero bien puede hacerse en un cartón. ¡O en un cartón de metro y medio!

Por eso, si yo fuese abogado y mi cliente es el ganador de un premio representado en un cartón o plástico de metro y medio y veo que tiene todos los requisitos necesarios al tiempo de su creación (siguiendo al art. 101 incs. 1 y 7: que diga “pagaré” en castellano en el cuerpo del título y que tenga la firma del librador), me dedicaría con mucho afán a completar los requisitos necesarios al tiempo de la presentación que no estuviesen incorporados (v.gr. siguiendo arts. 101 incs. 2 a 6: le pongo el monto —que seguramente ya figure dado que es el premio ganado—, le pondría el plazo de pago a gusto, el lugar de pago, el nombre de mi cliente —el ganador— si no estuviese ya escrito y el lugar y fecha en que “fue firmado”).

Con todo eso, intimo al pago y de no obtener buen resultado inicio demanda por vía ejecutiva. Y si se me ríen cuando presente la demanda portando mi súper mega cartón/chapa/plástico, les muestro el dedo del medio y les diría que el que ríe último ríe mejor.

Lógico que es mejor pedir una reducción fotocopiada del pagaré para correr traslado y pedir que el original, dado el caso, quede reservado en secretaría, para que no lo rompan. Es complicado físicamente, pero jurídicamente, creo que es totalmente viable.

Por eso, ojito cuando ganen un premio eh.

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Tarea para el hogar. Casos para pensar:

  • CASO 1: El profe de derecho cambiario anota en la pizarra blanca con su fibrón negro un modelo de pagaré. Pone su nombre y lo firma y se dedica a dar la clase. Ésta, pasada la hora y media, termina y todos se van. Un alumno se hace el demorado, y cuando no queda nadie, aprovecha el tamaño reducido de la pizarra, la descuelga llevándosela a la casa. Al día siguiente completa el pagaré con un fibrón de manera de cumplimentar los los requisitos necesarios para su cobro y lo ejecuta.

  • Ojo para los penalistas: no arguyan que "robó" la pizarra al arrancarla de la pared. El art. 2412 se aplica a rajatabla en el derecho cambiaro con excepción de la parte en que dice "salvo que sea robada o perdida". Ergo, quien tiene esa pizarra al momento de presentar la demanda, es "dueño" (la posesión vale título en las cosas muebles) y nadie puede venir con la IPP penal por robo. El cobro, a mi criterio, sigue siendo viable.

  • CASO 2: María le pide a Pepe que le explique qué es un pagaré, porque está a días de rendir cambiario y no entiende muy bien. Pepe, que ama profundamente a María, le explica todo escribiendo un modelo de pagaré en su cuaderno. Finalizada la "clase particular" y sin poder robarle siquiera un beso a María, se va. María se da cuenta que se quedó con el modelo de pagaré y vé que está confeccionado y firmado por Pepe. Días después, completa los requisitos que son necesarios al tiempo de la presentación al cobro y lo ejecuta. El pobre Pepe, ejecutado por su amor imposible.

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