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viernes, 27 de febrero de 2009

Los fantasmas y los vicios redhibitorios

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La última vez que había oído una historia de fantasmas había sido cuando estaba en tercer o cuarto grado, en un campamento de la escuela. El relato estuvo en manos del profesor de gimnasia, en plena noche, obscuridad y linterna que le iluminaba desde la pera hasta la frente. El maldito imbécil no sólo me (nos) asustó hasta las patas, sino que también tenía como cómplice a otro profesor que comenzó a hacer ruidos horribles por entre los árboles en plena noche. Creo que ese día no dormí.

Anyway, desde aquel entonces no tenía noticias de la existencia de fantasmas.

Sin embargo, hace poquito me contaron un puñado de anécdotas relacionadas con el lugar donde trabajo, un viejo caserón muy pintón.

La primera que me contaron fue gracioso, la segunda fue anecdótica y ya las subsiguientes fueron llamativas: policías que prefirieron dormir afuera antes que hacer la guardia en soledad, personas que se caen, libros que se caen de los estantes sin nadie presente, pasos que se escuchan, voces que suenan, pisos que crujen como si alguien caminara y un largo etcétera forman parte de las historias relatadas. Ojo, hablo de por lo menos diez personas, las cuales me contaron (y a su vez lo recuerdan entre ellos) que han vivido alguna experiencia de ese tipo. Y no lo cuentan entre risas sino absolutamente seguros de que algo hay: algo oyeron o algo les pasó que les hizo pensar que hay un nosequéquequéseyo en la casa.

Dado que hacía poquito que había trabajado con el tema de los vicios redhibitorios, comencé a preguntarme qué características podían tener los fantasmas. O mejor dicho: hasta qué punto la presencia de aquella entidad que nos, los terrestres, denominamos “fantasma”, podía revestir una calidad suficiente como para configurarse como un vicio redhibitorio.

Después me di cuenta que alguien ya había meditado sobre esto.

¿Qué son los vicios redhibitorios?

Los vicios redhibitorios, dijo Vélez en el art.2164 del Código Civil, son ciertos defectos ocultos de la cosa (al momento de adquirirlos no se podían ver obrando con una diligencia media), cuyo dominio, uso o goce, se transmitió por título oneroso (esto es, una relación contractual donde las ventajas que se le procura a una de las partes no le son concedidas por la otra sino por una prestación que ella le ha hecho o se obliga a hacerle), existentes al tiempo de la adquisición (adquiero algo que ya viene viciado, salvo locación), que la hagan impropia para su destino (la compré para algo que ahora, por culpa del vicio, no puedo hacer), si de tal modo disminuyen el uso de ella que al haberlos conocido el adquirente no la habría adquirido o hubiera dado menos por ella (esto es lo que uno piensa que debería haber hecho: no adquirir o pagar menos).

En criollo: es una garantía legal. Algunos, como Alterini, la consideran como uno de los elementos de la obligación de saneamiento propio de los contratos onerosos. Si yo le vendo a Pepe, una pelota que tiene una pequeña lesión en la cámara interna que hace que se desinfle constantemente, o si le vendo una casa repleta de bicho taladro, o si le vendo un auto con un defecto en el motor que genera que no funcione al corto tiempo, tengo la obligación de responder por esos defectos, siendo distinta la responsabilidad en caso donde de que yo-enajenante haya actuado de buena fe (no sabía que el vicio existía) o de mala fe (vendí sabiendo o debiendo saber que existía el vicio, en razón de ser experto en pelotas, o en motores o en techos, respectivamente) (2174 y 2176 del CC)

Ojo. No cualquier defecto es un vicio redhibitorio. Tiene que ser:

  1. Oculto, que —aunque difícil de delimitar— debe entenderse como un defecto que no es ostensible prestando una mediana atención o diligencia. No sería el caso si entrego mi pelota desinflada, mi casa con agujeros enormes en las maderas del techo o un motor que siquiera arranca, toda vez que son cosas que se presume, la persona vio y comprendió que formaban parte del objeto del contrato; esto es, pagó por un motor roto, una pelota pinchada, etc.
  2. Debe ser “importante o grave” en el sentido de que haga impropia a la cosa para su uso de tal forma que si la persona descubre el vicio, tiene que pensar en su cabeza “pucha, o no tendría que haber comprado esta porquería, o debería haber pagado mucho menos”. Debe tratarse de una cualidad “natural” de la cosa y no especial (lo cual derivaría más en el error sobre la cualidad de la cosa, que se explica más abajo). No es vicio redhibitorio el hecho de que el perro no salta alto, si yo cuando compré el perro lo hice específicamente porque lo necesitaba saltador y así lo expresé al contratar. Si la pelota no pica, el motor no hace girar las ruedas y el techo se viene abajo, es claro que las cosas adquiridas pasan a ser impropias para su uso porque tienen un defecto en una cualidad “natural” (tener techo útil, mantenerse inflada, generar energía, respectivamente).
  3. Debe existir al tiempo de la adquisición. Lo cual es lógico. El garante-enajenante sólo responde por los vicios que existían al tiempo de la adquisición, y no los sobrevinientes. Soy de los que creen que esto es parte del rest perit et crescit domino en tanto el enajenante responde por vicios que dañaron a la cosa cuando éste era aun su dueño y por tanto es él quien debe responder en su aparición. Claro que esta es la parte complicada para el adquirente, en lo que a la carga de la prueba refiere (¿como pruebo que esa cámara de la pelota estaba jodida al momento de comprarla y que no se jodió en el picadito que hice para estrenarla?). Este requisito no corre en casos de locación de cosas, donde el art. 1525 del Código Civil expresamente incluye en la garantía a los vicios sobrevinientes.

¿Qué pasa si encuentro el vicio?

La ley, cuando aparece un vicio redhibitorio (esto es, que cumple con los requisitos mencionados más arriba) le da dos posibilidades al adquirente: la acción “redhibitoria” o la “quanti minoris”. La primera busca dejar sin efecto el contrato, de manera que las partes se devuelvan precio y cosa (Tomá, quedate esta pelota y devolveme la plata). La segunda, busca una disminución del precio equivalente a la desvalorización de la cosa a consecuencia del vicio, pero manteniendo el contrato en pie (averiguaremos —pericial mediante— cuánto sale una pelota con la goma podrida y me devolvés la diferencia en plata, o bien —según muchos autores— te pido que me costees los gastos de reparación). Los daños y los perjuicios sólo los cubre el enajenante cuando hubiere actuado de mala fe (me vende la pelota sabiendo que esa goma está gastada y a punto de explotar). (1)

Lo anterior para las enajenaciones, pero en caso de locaciones es similar. Se puede continuar en la locación, exigiendo una disminución del precio; o rescindir el contrato, salvo que hubiere conocido los vicios de la cosa. Siempre el locatario tiene la carga de notificar al locador exigiéndole el cumplimiento, para evitar consentimientos tácitos.

El caso que imaginé.

Todo el preámbulo anterior —cuyo fin es poner en tema al lector y en nada suplanta a un libro de derecho civil, al cual en todo momento debe recurrir— viene a cuento de un supuesto que pensé aquél día en que me contaron todas las anécdotas.

Pepe le alquila a Tito una casa muy bonita, para poder vivir con su familia. Hacen el contrato, no hay cláusulas especiales sino todas ya de forma y ordinarias. Todo en regla.

Sin embargo, ya instalado Tito, comienza a vivir experiencias desagradables: escucha ruidos extraños. Ciertas cosas se mueven, se caen, se tambalean. Ventanas que se abren solas, “presencias” que están pero no están, etc. Tito lo resiste unas semanas pero ya no puede aguantar más y debe dejar ese inmueble para no afectar la psiquis de sus hijos, esposa y la suya propia (imaginemos que todos los escuchan, sienten y sufren).

La pregunta sería: ¿Constituyen los fantasmas un supuesto de vicio redhibitorio?

Bien podría pensarse que es un supuesto de defecto oculto (cuando ví el inmueble, no los sentí), grave (me afecta de manera rotunda) y que hacen a la cosa impropia para su uso (hace que no pueda residir allí sin volverme loco).

En realidad el silogismo debería incluir en primer término una definición de lo que es un fantasma y luego comprender si esa entidad es —valga el pleonasmo— algo a la luz del derecho.

Según la RAE, estamos fritos desde el vamos dado que fantasma es algo que —conforme su nombre— radica en la fantasía, es plenamente quimérico. Es propio de la imaginación, de los sueños. Algo que no existe (aunque que los hay, los hay).

Ahora bien, siendo que la definición tradicional de fantasma no nos conduce a buen puerto (insisto, los vicios redhibitorios son defectos de hecho) cabe objetivizar las consecuencias de la entidad: fantasma sería el nombre popular con el que se conoce a ciertos fenómenos a los cuales —más allá de su dubitada existencia física o metafìsica— se le adjudica la generación de determinadas experiencias sensibles y suprasensibles, para las cuales la ciencia no ha sabido dar explicaciones; experiencias en algunos casos deseadas y en otros casos indeseadas.

Este tema, para mi sorpresa, no es un abismo en la doctrina sino que gracias a una pequeñísima y escondida nota al pie de Lorenzetti en el Tomo II de su gran obra “Tratado de los Contratos”, al momento de hablar de los vicios o defectos de la cosa locada, dice que “no se resiste la tentación de mencionar algo que dice López de Zavalía en su tomo III de su también gran obra “Teoría de los Contratos”. (Ver. Lorenzetti, R. “Tratado de los Contratos” Tomo II. Ed. Rubinzal, pág. 380, nota al pié número 195)

Efectivamente, instalados en la página 216 del Tomo III de la mentada obra de López de Zavalía, allí donde hace una casuística de los vicios redhibitorios en supuestos de locación de inmuebles nos encontamos con un punto (uno más en la lista; por debajo de “el caso de la humedad en las paredes”) que dice “ocupación por fantasmas” (sic).

Sabía que L.de.Z. tiene una forma muy peculiar, irónica, por momentos canchera de escribir. Pero esto nos supera y estamos muy agradecidos.

Dice el autor:



4 - Ocupación por fantasmas.
Troplong, para su Francia del siglo XIX, consideraba que la hipótesis era ridícula. Pero Visco, aun comprendiendo que muchos sonreirán al leerlo (lo que se encarga de advertir) la encara como algo serio, y nos cita para el siglo XX jurisprudencia italiana y alemana" [nota mía: el libro de Visco es de la década de 1970] (López de Zavalía, Ob.Cit.p.216)


L.d.Z. dice que desde el punto de vista jurídico, es irrelevante decir si los fantasmas existen o no. Es en realidad lo que yo planteaba antes, en el sentido de que decir que los fantasmas existen es casi un oxímoron, un contradictio in termini, tan absurdo o poético como decir que una entidad no es o no puede ser. El fantasma por definición, no existe en la vida material.

Para el autor, lo importante es «pronunciarse sobre los fenómenos que según la conciencia popular de una determinada comunidad, son capaces de determinar el temor ante lo ignoto o ingobernable.» La definición del problema es inmejorable.
  • Por dar un ejemplo, el derecho puede reconocer la existencia del fenómeno de la “religión” sin tener que abocarse por ello a analizar si existe o no Dios, aun cuando éste como entidad sea el eje generador de aquél fenómeno.
Dice luego que son fenómenos inexplicables para la ciencia, o al menos que la misma no brinda una explicación medianamente aceptable. Pero aclara lo que mencioné arriba: ¿qué importa la naturaleza jurígena de un fantasma si, de hecho, el matrimonio y sus hijos no pueden pegar un ojo en toda la noche por vivir en una casa que “la comunidad la señala como maldita (sic)”?

A continuación dice algo imperdible “Lo cierto será que la casa tendrá un vicio redhibitorio, apto para provocar el temor a lo ignoro o ingobernable. Queda con ello dicho que por fantasmas, se sobreentenderá los “molestos”, no las hadas bienhechoras” [El resaltado me pertenece]. Esto, sin duda, es doctrina de la buena.

Cómo probarlos

Esta, a no dudar, es la parte álgida del debate. ¿Pido una informativa al Registro Provincial de Fantasmas para que informes sin en el domicilio calle X reside alguien? ¿Llamo a un perito en fantasmas?.

Sobre la prueba, dice L.d.Z. citando a Visco, no es suficiente la pública fama, sino que es menester acreditar hechos reales de molestia, siendo insuficientes las testimoniales. De hecho —dice— la humedad en las paredes, no se prueba por pública fama o testimonios. El juez debe constatar la existencia del vicio, sea por sí o por interpósita persona.

Finalmente aclara en otro pasaje sublime: “Nos negamos a admitir que se tengan por acreditados fantasmas tan fantasmagóricos o traviesos que escapen a la búsqueda ordenada por el Juez. Si se invocaran fenómenos de este tipo, habría que contestar que ya no estamos ante un vicio de la cosa, sino ante problemas que traen algunas personas al entrar a la casa, ante simples turbaciones de hecho por las que no debe responder el locador”.

Parecería ser que el autor, cuando el caso ya es confuso y difícil de acreditar, basta echarle la culpa al inquilino por problemas en su estabilidad emocional.

López de Zavalía comete un (no tan) error de redacción. En realidad le adjudica la locura de tratar este tema al italiano Visco, pero no lo cita literalmente (forma primera de decir lo que dijo otra persona) ni hace correcta paráfrasis del italiano (forma segunda de decir lo que dijo otra persona). Ergo, uno no sabe qué piensa Fernando y qué piensa Visco. Seguramente al hablar en plural, hace referencia a su obra y cuando menciona al italiano, se refiere a alguna idea en particular que motiva sus reflexiones. Admito igual cierto temor a hacerse cargo de reflexiones que en verdad las consideró, y con seriedad.

Crítica a lo que díce López de Zavalía.

Comparto las ideas de López de Zavalía. No importa el fantasma sino el efecto que produce.

Por eso, a los fines de la ley, vale un replanteo del término donde el fantasma se define no por lo que es (un ente imaginario, no susceptible de prueba) sino por lo que genera: malestares de todo calibre (sí susceptibles de prueba).

Ese será el quid de la cuestión.

Respecto a la prueba, vuelvo a imaginar las historias que me cuentan en mi lugar de trabajo. Probablemente el medio idóneo sea la vía que prevé el art. 477 del Código de Procedimientos Civil y Comercial de Buenos Aires (art. 479 en el nacional) y analizar qué posibilidades hay de dejar una o dos nochecitas a algún funcionario del juzgado allí durmiendo (sumado a los letrados y las partes si así lo quisieren, conforme el código ritual). Por lo que me cuentan, a las pocas horas de la primera noche, huyen despavoridos a dormir en el pasto del jardín.

Si de la prueba surge que la pelota que me vendieron se desinfla constantemente por un vicio en la goma que genera tal efecto, el valor probatorio no cae y la acción seguramente prospere, aun cuando no pueda determinarse la razón físico-química que lo produce (ejemplo tirado de los pelos, claro). De igual manera, si del reconocimiento judicial se dejase constancia de las experiencias sensibles o extrasensibles que generan la indubitada conclusión de que la vida en ese inmueble es todo menos posible, puede ser que la prueba cumpla su función (fomar convicción en el juez de la veracidad de un hecho alegado, controvertido y más que conducente: la existencia no de fantasmas sino de las molestias que culuturalmente se les atribuyen).

La otra, invitar a un notario para que levante acta de lo que escucha, siente o percibe en un momento determinado. Tal vez, con un buen montón de dinero sobre la mesa, se quede un largo rato, tentando a los fantasmas a que lo amedrenten un rato y que de todo ello dé fe (clin, caja)

En suma, aunque de laboratorio, y con un 99.9% de chance de perder, la idea no es tan descabellada.

Bien puede el juez, imaginando una prueba pericial o de reconocimiento que nos beneficie, hacer lugar a nuestra acción considerando que el malestar existe, aunque no pueda definirse con exactitud la causa física que lo origina, todo lo cual —más allá de las dudas y averiguaciones pertinentes— no corresponde que sean soportadas por el locatario. En todo caso es el locador quien, para próximas locaciones, deberá averiguar qué coño pasa en la casa, y solucionarlo.

Un supuesto más y termino.

López de Zavalía, hace un tratamiento más del tema, lo tira al pasar. No ya enfundándose en la doctrina italiana, sino en supuestos donde hablamos de los vicios y la calidades prometidas.

En este punto el autor dice que “la ausencia de una calidad prometida equivale a la existencia de un vicio. Pues las partes pueden aumentar las garantías por vicios, pueden conceptuar vicios los hecho que normalmente no lo son, de lo que derive que la ausencia de una calidad prometida revierta en un defecto de la cosa.(2)

El supuesto que se plantea sería: ¿Qué pasa si un grupo de cazafantasmas (3) decide investigar ciertos fenómenos y alquilan una casa que se ofrece a tal fin asegurando que esos fenómenos existen? Es decir, un caso donde: “alquilo casa con fantasmas para investigar”.

En tal caso, la existencia de fantasmas (no como entidad, sino como productora de molestias, o en este caso placeres) es una calidad esencial de la cosa, que fue prometida. Su ausencia, según L.d.Z. sin dudarlo ni aclarar que es gracioso, dice que es un caso indubitado de vicio redhibitorio.(4) (L.d.Z, Ob. Cit. pág. 228)

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Notitas:

(1)Esto está por demás discutido. Las acciones que dispone le afectado por los vicios redhibitorios ha generado posturas de todo color: sólo la redhibitoria y la quanti minorios; esas dos pero con la posibilidad de la vía del cumplimiento del art. 505 del CC; una acción distinta de arreglo de la cosa, y un largo etc. QsA es plenamente restrictivo y entiende que sólo es posible aplicar el art. 2174 y sus dos acciones, incluyendo como dice Wayar, la posibilidad de arreglar la cosa —si ello es posible— como parte del contenido de la quanti minoris.

(2)Acá tenemos que disentir y coincidir en pleno con la diferencia que marca hasta el cansancio Mario Gianfelici donde separa el vicio redhibitorio sobre los errores en la cualidad esencial de la cosa, error identidad materialidad de la cosa o casos de incumplimiento de la calidad de la cosa. Lo que Zavalía comenta en el párrafo citado es un error sobre la cualidad esencial de la cosa. La nota del 926 es clarita en ese sentido.

(3) Si viniste a esta nota al pié, naciste antes de la década del noventa. Tenés que entrar a [este link]

(4) Para QsA, siguiendo a Gianfelici, en tanto la cosa es determinada específicamente (y no genéricamente) en el contrato (alquilo ESTA casa, con ESTAS cualidades específicas), entregar una casa que no cumple con tales requisitos es un supuesto de error (no de vicio oculto), que va por la vía del art. 926.

domingo, 22 de febrero de 2009

La fórmula escondida.

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Los buenos cristianos deben cuidarse de los matemáticos y de todos los que acostumbran a hacer profecías aun cuando estas profecías se cumplan, pues existe el peligro de que hayan pactado con el diablo para obnubilar el espíritu y hundir a los hombres en el infierno.

San Agustín

Rendir un examen es una cuestión de azar.

Todos rendimos exámenes en nuestra vida. Nos ha ido mal, nos ha ido bien. Hemos merecido notas, hemos robado notas, hemos sido estafados con notas.

Esa cosa del azar es la que me llama la atención, las variables que están en juego al rendir una evaluación. No sé, simplemente me hacen pensar.

Por ello, tengo varias teorías de lo que me gusta llamar fake maths (1) que me divierten mucho(2). En mi paso por la facultad he diseñado un par. Presento una de ellas.

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Hoy: en qué consiste una nota de examen.

Vamos por partes dijo Jack.

El concepto clave: El desempeño

En primer término la nota equivale al desempeño que tuvimos al rendir; imaginando —por ahora— que el examen es corregido por una entidad neutral que en nada lo afecta. Por lo tanto:

N = D

N es la nota del examen (punto clave de nuestra ecuación) y D es el desempeño.

Ahora, el primer problema es definir al desempeño. Para eso podemos imaginar que se trata, en más o en menos, de la suma del conocimiento y la suerte. Entonces,

N = (c + s)

El conocimiento —a su vez— lo veo como el producto del tiempo y el estudio. Por lo que:

N= (e.t) + s


En este punto cabe aceptar que e=k.

Esto es, “e” como una constante. Es un permiso que nos damos en tanto la calidad y la intensidad con que las personas adquieren conocimientos por cada unidad de tiempo, es variable. Depende de otros muchos factores que son menester dejar —de momento— a un lado. Es decir, imaginemos por un momento que todos, por cada unidad de tiempo que sumamos a nuestra preparación, obtenemos idéntica utilidad marginal (Umar) en relación al conocimiento.

Siguiendo, cabe pensar que todo el desempeño (que ahora es “[e.t] + s”) está subordinado a la severidad de la corrección, cuyo detalle se dará más abajo. Dado que en realidad es una multiplicación, la enfundamos en una división para que nos quede la idea clara y gráfica de que todo el desempeño siempre se ve afectado por la severidad de la corrección. Ergo:


"Sev", es el valor que representa la severidad del “juzgamiento” de nuestro examen, que a su vez era —como dijimos— el resultado de lo que sabíamos, más la suerte con la que contamos.

Completo hasta acá:


Dos son los blancos a atacar. Primero, cómo respresentamos la suerte. Y segundo en qué consiste la severidad de juzgamiento de nuestra evaluación.

Sobre la suerte

La suerte creo que puede ser expresada así: Suerte= v . seno[(w.t)+gamma] donde la suerte es el seno del valor “w” (que define la frecuencia con que la suerte habrá de cambiar; ergo cuando es más grande la suerte cambia más rápido, cuando es más chica, los períodos de buena o mala suerte son mayores), multiplicado por “t” (el tiempo de estudio), sumándole a ello al valor gamma que será el número desconocido y azaroso (sí sabemos que la suerte va a estar entre +s y -s pero sin saber el valor) que como tal conlleva la suerte, todo ello multiplicado por “v” que es el valor que determina la presencia de la suerte (influencia) dentro del desempeño.

Entonces:

En gráficos:

Lo que se ve aquí es una representación gráfica de la ecuación de desempeño vs. tiempo. Como puede verse, el factor suerte agrega un efecto oscilatorio que se traduce en que no siempre a mayor tiempo se consigue un desempeño mayor. Por ejemplo: Para este valor de gamma (recordemos que es gamma quien fijas las posiciones de los puntos de buena y mala suerte) a los 8 días de estudio se tiene un desempeño de 76 puntos mientras que al noveno día uno de 71.


Véase éste gráfico donde hay un alto valor "v" (influencia de la suerte) afectando la línea tiempo-desempeño:


Ahora, compárese con los resultados cuando dicha influencia aminora (lo cual es bueno para el alumno). La curva se aplana:




Sobre la severidad de la corrección:


La severidad es clave. Todos sabemos que el corrector puede tomar nuestra evaluación atrapado en un alud de violencia o bien estar predispuesto a disfrutar una plácida obra doctrinaria, por mala que sea.

So, había dicho más arriba que en realidad la severidad afecta a todo el desempeño ( (e.t) + (v . seno[(w.t)+gamma]) ) pero que para remarcar la idea de esa “afectación”, mejor ponerlo como una división. Así, consideremos Sev= 1/J, lo cual es lo mismo.

Entonces:

El valor “J” expresa el juzgamiento en sí del examen. Podemos entenderla como la suma del humor del que corrige (número que puede ser positivo o negativo, dependiendo si es buen o mal humor) + la reputación alumno. O sea que

J= h + r

Bien puede que el docente no tenga una imagen formada del alumno (en cuyo caso r=cero). Si la tiene y su reputación es buena (primero porque sabe quién es, sabe de su participación en clase, de sus preguntas, de su interés, o simplemente le parece lindo/a etc.) habrá de sumar (número positivo) en tanto que si el pibe es un patán, suele poner a prueba al docente inútilmente o charla todo el día, eso habrá de restar (número negativo) dado que es una mala reputación.

El humor (valor "h"), a su vez creo que puede ser expresado como (f+$). Esto es, partiendo de una base antropológica bastante primitiva, podemos decir que la situación económica de la persona al momento de corregir (faz emotiva-material) sumado a la cantidad de sexo que ha tenido la persona definida por el valor “f” (que representa la satisfacción del apetito sexual, faz emotiva-sexual) habrán de determinar —en más o en menos— el humor (valor “h”) en el momento mismo de corregir el examen. Seguro hay otras variables, pero me parecen poco relevantes. En suma,

J = (f+$) + r

Por lo tanto donde alguien pregunta en qué consiste la nota de un examen, la respuesta es harto sencilla toda vez que le pueden explicar lo siguiente:



Piece of cake.


(1) Ver acá ejemplos.
(2) Créditos también para mi amigo Ignacio Spiousas.

viernes, 20 de febrero de 2009

Law in books, Law in Practice

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Cualquier persona que haya leído este blog sabe que, a más de ser un sano depósito de reflexiones relacionadas en más o en menos con el paso de una persona por la escuela de leyes, es el emporio de la crítica a la enseñanza del derecho.

La forma en que se enseña el derecho me enoja, me preocupa y a veces me entristece. Más aun, sueño con ser la peleadora pero versión law student. Dudo que logre tener su talento, pero admito que la tengo como guía.

El nombre de este blog, de hecho, es una ironía que refleja el enojo primero: uno estudia para litigar, pues es eso lo que hace el abogado. Uno estudia para ser abogado. ¡Hey! Qué pasa con ese que en la primer clase se presentó y dijo que le gustaría estar del otro lado del mostrador; o aquél que preferiría dedicarse a la consultoría legal, o aquél que sólo sueña con entregarse a la academia, o a la investigación o al periodismo. Nah. Basta de boludeces: uno va a estudiar abogacía. Allí se aprende a ser abogado, manejar papeles, escritos, cédulas, clientes, pasillos, juzgados, estudios, corbatas y trajes, cafés, gomina y toda esa perorata. La media de un alumno de derecho es que estudia uno o dos añitos, espera entrar a un estudio jurídico para hacer procuración donde le van a pagar cual vietnamita que hace billeteras al ritmo de un bombo en negra, pero que, eso sí, logrará aprender “la posta” y aprenderá a manejarse en la “selva” que es donde las cosas realmente “pasan”. Después con los años, ser abogado en un estudio y luego pum. Independizarse.

El enojo no es que ello sea malo —de hecho es muy bueno para el estudiante— sino que sea lo único; que se forme la real conciencia de que sólo ESO es la facultad de derecho. Aterrador.

Toda facultad funciona porque tiene principios y visiones sobre la carrera que determinan toda su estructura: sus materias, la cantidad, complejidad, correlatividades, programas de contenidos, etc. Si se parte de un modelo trunco y vetusto del egresado, se está edificando el todo sobre un terreno viciado y endeble. En este caso el nombre mismo de la carrera es errado dado que apunta a sólo una de las muchas formas de interactuar con el derecho: la abogacía.

La investigación (estudiar, criticar y sistematizar al derecho), la docencia (enseñar el derecho), la magistratura (interpretar y aplicar el derecho) pasan a ser esas otras cosas —la excepción— que se pueden ser cuando uno no es abogado —la regla—, o lo hace entremedio de su práctica abogadil que a fin de cuentas “es lo que a uno le da de comer”.

Soy y seré defensor del título de licenciado en derecho por sobre el de “abogado”.

Law in practice

Como sea, dejando estas reflexiones que —como siempre digo y nunca hago— van a motivar otra entrada, tengo que hacer honor a la noción de blog y contar cosas que me han pasado recientemente, a modo de anécdota.

De todas esas cosas que se comentan en el underground mitológico que toda facultad tiene (esos comentarios que entre café y charla todos los estudiantes reproducimos), se suele decir que algo muy bueno es “entrar al poder judicial”.

Yo lo escuché una y otra vez y nuca supe bien qué era, pero claro, me parecía que no podía más que ser algo muy positivo. De todo lo que suelo llamar el law in books uno pasa a ver el law in practice (términos que leí en un paper cuyo autor ya ni recuerdo). Y la verdad que es así.

Uno puede entrar a trabajar allí por varias razones. A veces por sistemas de pasantías que se publican en algún pasillo de la facultad, otras veces por tener un conocido que te tira un centro, y otras veces por propias invitaciones que un docente le puede hacer a algún alumno que ve que sobresale en clase y muestra gran entusiasmo.

De igual manera, uno puede empezar haciendo todo tipo de tareas. Desde coser expedientes y pincharse los dedos con punzones, hasta atender la mesa de entradas, despachar cédulas, hacer fotocopias, y otras cosas de corte administrativo. También, con algo de suerte —y según me han dicho, comienza a ser cada vez más común— uno comienza con pequeños atrevimientos de relator.

  • ¿Qué es un relator?. Si quien lee este blog es lego, le va un puñetazo: los jueces no escriben todo lo que firman. Tienen un grupo de gente muy capacitada que lo ayuda a sobrellevar los miles de expedientes que tiene que resolver. Esto es, trabajan resolviendo casos para el juez, presentándoles “proyectos” de sentencia que el juez, obviamente, debe aprobar en todo sentido: redacción, gramática, contenido, decisión, justicia, todo. El juez es el que firma y es el responsable, por tanto, controla todo. El relator conoce al Juez, sabe cómo piensa, sabe qué forma de ver al derecho tiene, sabe qué escribirle.

¿So?

La cuestión es que un día, mientras salía de dar clase (¡ay qué bonito suena!, en realidad es una ayudantía), un noimportaquién que trabaja en noimportadónde en un cargo noimportacuánalto me ofreció trabajar en el poder judicial (una alzada en materia de derecho privado).

Lógicamente acepté. Me sentí incómodo porque, a decir verdad, entre esa persona y yo hay un parentesco. Pucha —dije— lo hace por cierto imperio moral o de cordialidad. Aun así, y aclarándole que no tenía necesidad de invitarme a donde pudiera generarle molestias, accedí ante su insistencia. La verdad la idea era copada.

Cual Daniel Laruso en Karate Kid que aun no sabía ni encerar ni pulir, rápidamente despaché mail a noimportaquégurúdelosblogsjurídicos pidiendo some sort of advice al respecto.

Con su respuesta en mano y mucho nervio, me fui una tarde a tomar mate a lo de éste, mi pariente que me ofreció el trabajo, donde me explicó en qué lo podía ayudar.

El panorama no podía ser mejor: sus compañeros de trabajo eran tres. Uno, el hermano de un viejo amigo quien —sabía— es una excelente persona y ahora ya es amigo propio. Los otros dos, los únicos dos profesores de derecho civil que adoré con toda mi alma y que me hicieron enamorarme de la carrera. Esos en los que uno dice “sep, esto es lo mío”. Yo trabajando con ellos. ¡Ay!

Si bien me advirtieron sobre esos bemoles de la práctica jurídica novel, poco me importó. Entendí que la relación costo beneficio era muy buena y no merecía ser desperdiciada.

A este punto es menester aclarar otra cosa: uno entra en el Poder Judicial (al menos en la mayoría de las experiencias que me constan) sin ningún tipo de paga. No, no te pagan. Uno aparece en algún sistema de pasantía (depende de qué parte del país uno esté, claro) y después queda a merced de los famosos “nombramientos” que son como trenes fantasma que pasan de tanto en tanto; eso pueden ser seis meses o dos años. Nunca se sabe.

Antes que mi pariente siquiera diga “a” le di una fulminante aclaración que de no hacerla hubiera ofendido a la verdad: “no tengo idea de nada”. Mi promedio puede enorgullecerme un poquito, mis libros pueden ser varios, pero cuando de práctica se trata, cuando del deber ser uno se toma al bondi al mundo del expediente, las cosas son diferentes.

Toda esta diatriba sobre la falta de criterio en la enseñanza del derecho me pasaba mi primer factura. Estudié derechos reales pero jamás había visto un certificado de dominio, no sabía cómo se anotaba un embargo; sabía todo sobre la posesión, pero no sabía cómo ésta se prueba en casos reales; estudié civil parte general pero no había visto una escritura de una hipoteca; estudié procesal pero no vi una absolución de posiciones, la declaración de un testigo, una cédula de notificación rechazada, una interlocutoria, una providencia simple, una astreinte, una citación de tercero, una expresión de agravios, un recurso, no sé cómo es una audiencia; estudié contratos pero nunca me mostraron uno; supe siempre lo que era una cláusula abusiva pero nunca me enseñaron a descubrir una.

Aprendí de memoria lo que era un instrumento privado, pero no sabía reconocer qué de todos esos papeles se configura como tal; sé qué son los cuadernos de prueba pero jamás había visto uno; estudié muchísimo derecho comercial pero jamás vi una póliza de seguro; estudié derecho de familia pero jamás analicé un testamento.

Lo triste es que la lista podría seguir.

And then...

Ya pasaron seis meses —feria de por medio— de aquélla charla donde supe que lo que tenía que hacer era aprender. Las cuatro personas con las que trabajo me reconocieron el hecho de que estaba ahí para aprender. Y así fue; así es.

Primero dándole forma a los encabezados y formalidades de la sentencia. Luego, practicando en la redacción de los resultandos, haciendo el resumen de los agravios, etc. Todo paulatino. Cada palabra controlada por tres personas y un juez, lo cual me genera tranquilidad.

Finalmente con algo de irreverencia me atreví a hacer los resultandos y el proyecto completo. El resultado fue positivo: parece que lo hago bien y ya es a eso a lo que me dedico. Relatar y hacer proyectos que —por suerte, insisto y reitero— son controlados por varias personas. Debo estudiar mucho y sobre temas muy específicos. Probablemente aprendí tanto derecho en seis meses como lo hice en la facultad a lo largo de varios años. El trabajo es inmejorable; y no creo hacerlo mal.

O sea que...

La ley en los libros y la ley en la práctica no son dos cosas distintas, sino una realidad inescindible. El estudio científico de la norma, que con gran talento ha hecho la doctrina más calificada, lleva los conceptos al plano de la abstracción; y está bien que así sea.

Los libros, esto es, la ciencia del derecho, toma al objeto de estudio. Lo separa, lo depura, lo sistematiza, lo analiza y lo critica.

El problema de que el estudiante sólo tenga contacto con ese material es que se pierde le contexto de donde esa norma es tomada. Es estudiar al león sin estudiar la selva, o aprender a tocar jazz sin siquiera escucharlo. Se analiza al objeto de estudio siempre en ese plano de abstracción-separación de la realidad. Sólo aprende a ver la teoría, a repetirla. No logra ver a la realidad a través de esa teoría. Es lo que un profesor regañaba con su anécdota en ésta entrada. donde sus alumnos decían haber estudiado todos los contratos pero no entendían qué ocurría cuando una persona deja un saco en una tintorería.

Las consecuencias de ello no son pocas: se pierde la visión crítica (siempre hay poco tiempo y más normas que aprender, como para andar perdiendo tiempo en debates), se pierde la visión del todo. Se vive analizando árboles sabiendo que cuando uno se recibe trabaja con el bosque completo.

Ningún profesor de música enseña jazz sin enchufarle al pupilo una montaña de discos de Miles Davis o Charlie Parker. Lo contrario sería un sinsentido. Sino, ¿de qué sirve estudiar derecho si uno no lo ve, percibe y comprende?

Pues eso pasa en la enseñanza del derecho (1).

En realidad el combo es más completo: poca imaginación/tiempo/paga/ganas de los docentes, una visión desde el vamos equivocada sobre la enseñanza del derecho y su eterna concepción bélica de la profesión, un alumnado moralmente desganado, un título errado para la carrera y la casi total ausencia de doctrina hecha para el estudiante. Es un panorama bastante fulero, a decir verdad. Pocos son los docentes que logran sobreponerse a eso.

Igual, a no mentir, no todo es culpa de los docentes. A ellos se le impone una estructura, insisto, que lo supera en todo sentido. Ya se le plantea una forma de carrera, un modelo de egresado y una manera de preparar estudiantes que lo precede. Reproduce un modelo equivocado en cuyo diseño no ha participado. El docente —cual teoría agnóstica de la docencia— puede frenar las aguas del modelo abogadil que plantea la universidad, dejando pasar lo mínimo indispensable, complementando con su experiencia la verdadera formación. Pero hasta cierto punto puede hacerlo. Si todo el aparato le juega en contra, no es cuestión de pedirle peras al olmo.

Siempre pienso: uno no no puede estudiar medicina sin meter dedos en un cadáver o jugar con huesitos, pero sí uno puede estudiar derecho cambiario sin ver un cheque o estudiar reales sin ver una hipoteca en una escritura o estudiar procesal sin ver un expediente. Esas cosas que —si uno las cuenta así— suenan ridículas, de hecho lo son.

Hoy estoy feliz por poder trabajar con el derecho (en concepto y en praxis, todo en uno) y ver a la ley de otra forma. Pero eso debería ser la regla y no la excepción. Debería poder ser así en la facultad y no salir a buscarlo en la calle.

No importa qué excusa me den —y dar contraargumentos no es la idea de esta entrada— estoy seguro de que el cambio no es tan difícil de lograr.

(1) Admito que las falencias casi se diluyen en muchos aspectos del Derecho Público. En el ámbito del derecho penal, en el constitucional, y en parte en los derechos humanos, es más común encontrar una formación más integral. Como sea, siempre la que sale perdiendo por goleada es la hinchada del derecho privado.