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viernes, 7 de octubre de 2011

Derecho Privado Bagatelar: apuestas entre amigos

En este blog dijimos que la enseñanza del derecho privado (en especial el civil) debería plantearse en términos prismáticos. El objetivo debe ser que todas las categorías jurídicas que se enseñan en los cursos de Derecho Civil deben dar forma a un “prisma” que permita al alumno percibir una determinada realidad, aprehenderla, y descomponerla en sus diversas significaciones jurídicas, tal como aquél instrumento óptico permite refractar y descomponer a la luz en los distintos colores que la componen.

Por eso planteamos ejercicios simples que incluimos en lo que dimos en llamar "derecho privado bagatelar": tomar situaciones cotidianas y proyectarlas a través del prisma de los conceptos jurídicos. El resultado es sin duda es interesante y un buen método de estudio.

Vamos con otro caso.

Te apuesto que...

Es muy común que en alguna reunión de amigos usemos fórmulas como las que siguen:

1) «“Apostemos X a que Y”» donde X consiste en la entrega de una suma de dinero, la realización de una determinada conducta (por lo general humillante) o la entrega de un objeto de valor, e “Y” es un hecho o acontecimiento incierto.

  • Por ejemplo: Juan, hincha de Boca, le dice a Pedro, fanático de Vélez: “apostemos cincuenta pesos a que el domingo que viene Boca legana el partido a Vélez” y Pedro responde con un “Dale”.

2) «Te juego X a que Y». En este caso X también consiste en una conducta (entregar algún valor, dinerario o no) pero “Y” viene a ser una determinada competencia de destreza física o intelectual.

  • Por ejemplo: Juan le dice a Pedro “Te juego cinco pesos a que hago más jueguitos con la pelota que vos”, y Pedro responde “¡Dale!”.

3) «“Te apuesto “X” a que “Y”» donde las variables tienen igual significado pero en este caso es el sujeto que emite la frase se sumerge gratuitamente bajo el álea de realizar la conducta X en caso de ocurrir el hecho Y. Los terceros (o, en particular, el receptor de la frase) es un mero beneficiario de la conducta que eventualmente deba cumplirse.

  • Por ejemplo: Juan le dice a Pedro “Te apuesto una cerveza a que este parcial no lo apruebo” y Pedro responde con un “Dale, pero igual seguro aprobás, llorón”.
La pregunta es: estas boludeces que uno dice cotidianamente, ¿tienen relevancia jurídica? ¿Pueden, eventualmente, conferir acción judicial para su cobro?.

Las respuestas son: a la primera; depende en la segunda.


¿Hay contrato?

Por ajeno que parezca al derecho a todas estas trivialidades, lo cierto es que con cada “dale” de Pedro se materializó —ya veremos si en todos o en alguno de los ejemplos— un acto jurídico. Más precisamente un contrato. Los contratos son actos jurídicos a través de los cuales dos o más personas (o partes) exteriorizan una voluntad común para regular una relación jurídica patrimonial en cuyo seno se configuran derechos y obligaciones para alguna de ellas o para ambas (Art. 944, 1137 del Código Civil).

El Código Civil es el eje troncal de la legislación privada: las reglas que rigen las relaciones personales y patrimoniales entre las personas. El llamado derecho común, el cotidiano. No es raro entonces que regule también la diversión (en el caso: la timba), y lo hace dentro de lo que se dan en llamar los "contratos aleatorios".


El álea. Los contratos aleatorios.

Dentro de los muchos tipos de contratos, los llamados “a título oneroso” (en oposición a los contratos a título gratuito), son aquellos en los cuales las ventajas que se procuran a una de las partes no le son dadas a la otra, sino por una contraprestación que ella le ha hecho o que se obliga a hacerle. López de Zavalía lo dice en una respuesta para poner en el examen: en el contrato oneroso la ventaja de uno se explica por el sacrificio del otro. En llano, uno de los sujetos hace o dá algo para que el otro también haga o dé algo; como en una compraventa: uno le da el dinero al kioskero porque espera que nos de el alfajor. En los gratuitos, en cambio, una de las partes dá o hace por mera liberalidad. Como ocurre con la donación: el kioskero que nos regala un alfajor sin esperar de nuestra parte nada a cambio.

Los contratos onerosos, además, son conmutativos cuando las ventajas que se procuran las partes contratantes son ciertas y están determinadas en forma precisa; en cambio —y yendo a lo que nos interesa— los contratos aleatorios son aquellos en los que las ventajas económicas de una de las partes o de ambas no está determinada en forma precisa sino que depende de un acontecimiento incierto (Art. 2051 del Código Civil). Ese hecho incierto o aleatorio puede depender de la suerte, del mero azar o incluso —como veremos con el juego— de la habilidad física o intelectual de los participantes. La clave, en cualquier caso, es que las partes no puedan saber de antemano el resultado de lo que sea sobre lo que se juegue o apueste (y de lo que depende, además, el nacimiento de la acreencia del ganador y de la obligación del perdedor).

A no confundir: no es un contrato condicional. El acontecimiento incierto (álea) no define la vida misma del contrato (al punto de pensar «si el hecho ocurre el contrato no existió») sino sólo las ventajas económicas que obtiene una u otra parte. Nadie diría que por haber perdido una apuesta, la apuesta nunca existió. Existió, pero la perdí, y —precisamente— es por ello que tengo que pagar.

Típico caso de contratos aleatorios: el juego y la apuesta.

Todo lo anterior viene a cuento de que los diálogos cotidianos que comentamos pueden ser enmarcados dentro de los contratos de juego y apuesta, los cuales tienen una regulación específica en los artículos 2052 a 2067 del Código Civil. Técnicamente son contratos distintos, pero veremos que las diferencias son menores y el régimen legal que les cabe es exactamente el mismo.

¿En qué consiste el juego y en qué consiste la apuesta? El art. 2053 de C.C. dice que la apuesta ocurre cuando dos personas que son de una opinión contraria sobre cualquier materia, convienen que aquella cuya opinión resulte fundada, recibirá de la otra una suma de dinero o cualquier otro objeto determinado. El juego, dice el art. 2052, tiene lugar cuando dos o más personas entregándose al juego se obliguen a pagar a la que ganare una suma de dinero, u otro objeto determinado.

Lo primero que podemos decir es que tanto la apuesta y el juego son contratos aleatorios, en tanto las ventajas o pérdidas para las partes depende de un acontecimiento incierto. Pero la diferencia radica justamente en el tipo de acontecimiento: el carácter fundado de una opinión, en el caso de la apuesta; y el hecho de haber ganado el juego de que se trate, en el contrato de juego.

Fácil es advertir que en la apuesta la actitud de las partes es pasiva, puesto que nada pueden hacer para definir el acaecimiento del hecho incierto (si aposté sobre la fecha en que murió San Martín, basta ir y corroborar en un libro de historia el dato que ignoramos, pero nada puedo hacer para cambiar un hecho pasado), en tanto que el juego es precisamente lo contrario: su actitud es activa y es de su capacidad y talento que depende ser o no ganador (v.gr. el caso de hacer jueguitos con la pelota).

  • En más ejemplos: quienes juegan un partido de fútbol (los jugadores) pueden apostar dinero sobre el resultado (se trataría de un contrato de juego dado que el hecho incierto depende de su talento, destreza y habilidad) en tanto los espectadores pueden apostar (ahora sí: apostar en tanto contrato) de que va a ganar tal o cual equipo, hecho incierto completamente ajeno a su voluntad (más que gritar por uno u otro equipo, mucho no pueden hacer). Es decir, éstos últimos opinan (apuestan) sobre el resultado de un juego que, a su vez, puede ser objeto de un contrato de juego entre sus jugadores.

Aclaramos que cuando al hablar de apuesta se habla de “opinión fundada” debe entenderse en sentido laxo, como una proposición que en virtud de un acontecimiento incierto se corrobora o se niega, extrayéndose de allí el “resultado” de lo acordado (por ejemplo, el resultado de una elección presidencial corroborará si era “fundada” la opinión de quien apostó que iba a ganar un cantidado en praticular y era “infundada” la opinión de quien apostó por otro que no resultó triunfante).

¿Qué se puede apostar o jugar? Una cosa es qué se apuesta, y otra sobre qué se apuesta. En cuanto al "qué", tanto el art. 2052, como el 2053 hablan de una suma de dinero u otro objeto determinado. Es decir, quedan excluidas las obligaciones de hacer y de no hacer (no podríamos someter al perdedor de la apuesta a un baile humillante o a que no emita palabra por una semana). Sólo obligaciones de dar: sean de dar sumas de dinero (art. 616 y ss. del C.C.), o de otro objeto determinado (art. 574 y ss del C.C:).

En lo que refiere a sobre qué se apuesta (es decir, sobre qué se opina, o qué juego se juega) el tema es más complejo. En los hechos —va de suyo— se puede apostar o jugar sobre cualquier cosa (al decir qué se puede o no se puede hacer, no hablamos en términos físicos sino jurídicos: qué efectos les asigna la ley a esas conductas que o bien permite, o bien prohíbe). En rigor, al legislador no le dio igual el contenido de la apuesta o del juego por lo que distinguió entre juegos o apuestas que permite, otros que tolera y otros que directamente los prohibe. Ya veremos de qué manera lo hace.

¿Hay que hacerlo por escrito? No todo contrato debe ser escrito para que exista como tal; salvo que esa sea una formalidad solemne absoluta que requiera la ley. El contrato de apuesta y de juego son ambos contratos no formales y consensuales. Es decir, el diálogo mismo entre las partes que evidencie que entre son capaces de contratar y han exteriorizado su voluntad de hacerlo acordando el contenido de la relación que los habrá de vincular, es suficiente para que exista como tal. Y es no formal puesto que —a diferencia de los contratos formales— no es necesario sentarse a escribirlo en un papel o instrumentarlo de alguna otra forma en particular; ello con independencia del beneficio probatorio que redactarlo por escrito puede tener si quisiésemos ir luego a juicio (y si es ello acaso posible).

¿Cuál es cuál?

Ahora que sabemos más o menos qué es un contrato de apuesta y de juego podemos ver si los ejemplos coinciden o no con su definición.

En el primer caso, Juan apostó $50 a que el domingo que viene Boca le gana a Vélez. Pedro aceptó a viva voz. Evidentemente el primer ejemplo es un contrato de apuesta en tanto las partes tienen un disenso de opinión respecto de un acontecimiento incierto sobre el cual no tienen influencia alguna (que gane uno u otro equipo). El álea está sin duda presente puesto que hasta el momento del partido —más allá de la confianza que tengan o lo que informen las estadísticas— ninguno de los dos sabe en forma precisa quién ganará, y consecuentemente si le corresponde o no cobrar los $50 de su contraparte.

El equipo técnico de QsA logró graficar la relación:

En la apuesta, las partes tienen un rol pasivo. El acaecimiento del hecho incierto en nada depende de ellos.


En el segundo caso, Juan apostó cinco pesos a que hacía más jueguitos con la pelota que Pedro, quien también aceptó el desafío. Se trata de un contrato de juego, que depende de un evento aleatorio pero a la vez ligado a una competencia cuyo fundamento radica en la habilidad de las partes. Es decir, ellos tienen una actitud activa respecto del acaecimiento del hecho. El que gana la competencia, se hace acreedor de la prestación acordada en el contrato. De nuevo, por seguro que estén sobre sus talentos, no deja de existir un álea (o riesgo, aunque si nos ponemos quisquillosos, no es lo mismo) sobre quién va a ganar y hacerse acreedor de los cinco pesos.

En el juego, a diferencia de la apuesta, la ocurrencia del hecho incierto depende de la actividad (y habilidad) de las partes.


En el último caso, no tenemos ninguno de los dos contratos: ni una apuesta, ni un juego por la sencilla razón de que el contrato no es bilateral (característica esencial de los contratos lúdicos). En el ejemplo (3) no hay obligaciones recíprocas para Juan y para Pedro. Juan se obligó a sí mismo por mero placer, tal vez para generarse a sí mismo un desafío y condicionando la prestación (comprarle una cerveza a Pedro) a un hecho incierto cuya ocurrencia depende tanto de la capacidad de estudio de Juan como de la corrección del examen (lo que dificultaría aun más, llegado el caso, indagar si es un juego o una apuesta). En lo que más importa: Pedro nada tiene para perder, y consecuentemente, nada puede reclamar, por lo que no es ni uno ni otro de los contratos analizados.

Uno podría pensar (aunque es discutible) en una donación sometida a una condición suspensiva (art. 545 y ss. del C.C.), pero como tal requeriría de que la cosa mueble (cerveza) esté actualmente en el patrimonio del donante (que la haya comprado Juan y la tenga en su heladera). Juan se obligó a una cerveza que, presumimos, no la tiene en su patrimonio sino que debe ir a comprarla o pensaba disfrutarla en un bar de la zona. El art. 1800 del Cód. Civ., a los fines de evitar pródigos que regalan lo que no tienen, veda toda posibilidad que se puedan donar cosas futuras.

Acciones judiciales


Imaginemos que Juan perdió tanto en la apuesta (ejemplo 1) como en el juego (ejemplo 2). La pregunta obligada es: ¿Pedro puede iniciarle juicio a Juan?.

Dado que la entrada quedó algo extensa, en un par de días vemos la respuesta. Adelantamos que Pedro, en algunos casos, puede iniciarle tranquilamente un juicio a Juan para cobrarse su dinero.

Lo que es seguro es que a partir de que le notifiquen la demanda, la amistad ya no será la misma.

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