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domingo, 17 de julio de 2011

Y un día me recibí de abogado.

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Rocky también está feliz.
Finalmente, un 15 de julio de 2011 terminé la carrera de "Abogacía" en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Mar del Plata.

Fueron 5 años y cuatro meses, para ser exacto.

No quiero decir que “soy abogado”. No sólo para evitar que algún fiscal actúe de oficio en los términos del 247 segundo párrafo del código penal, sino porque —en rigor— ahora debo esperar el trámite del título universitario; más luego hacer la jura en el Colegio de Abogados de mi ciudad, y completar algunos cuantos formularios por aquí y por allá (la tortuga de Mafalda).

Digo más: estoy legalmente imposibilitado de ejercer la abogacía.

Es que el art. 3 inciso “d” de la ley 5177 de la Provincia de Buenos Aires dice que trabajar en el Poder Judicial es un supuesto de incompatibilidad absoluta con el ejercicio de la abogacía, lo cual es bastante lógico y previsible ya que no se puede estar de los dos lados del mostrador. Sin embargo —dice el art. 5—  puedo litigar “en causa propia o de mi cónyuge, padres e hijos, pudiendo devengar honorarios, con arreglo a las leyes, cuando hubiese condenación en costas a la parte contraria”. Mis hermanos, entonces, que se consigan su propio abogado. Puedo abogar por mis propios líos y los de mis padres e hijos.


Ya algo había comentado en otras entradas de que mientras cursaba la carrera descubrí que no me interesa mucho “ser abogado”. La administración de justicia y el estudio de algunos aspectos específicos del fenómeno jurídico me ha llamado más la atención que litigar por intereses ajenos. Las razones y los nexos causales de tales preferencias, quedan para otro momento. Ni yo los tengo muy claros aún.

Me han comentado vía twitter a propósito del nombre del blog; era una suerte de condición resolutoria que ahora ya está cumplida. Pero tal como explicamos acá, lo vamos a dejar y el blog va a seguir.

En fin, voy a ir haciendo un sumario en números y curiosidades de mi paso por la carrera de grado.


La carrera:

Inscripción: Me anoté en el final del año 2005. El trámite fue muy sencillo y lo hice contento. Es mi segunda carrera y aun tenía muchas ganas de estudiar.

Comienzo: la primera vez que ingresé a un aula fue sobre finales de marzo de 2006, año en que comencé oficialmente las cursadas. Llegué tarde y me olvidé de cerrar la puerta cuando entré. Me llamaron la atención por ambas cosas. Todo mal. Esa profesora, hoy día, es mi amiga y fue quien primero me llamó a participar de un seminario de lectura, a un grupo de investigación y más luego a ser ayudante alumno en una de sus materias.

Materiales de estudio: llevaba un cuaderno Rivadavia con unos números enormes de colores como portada y un par de bics trazo grueso. Trataba de tomar nota de todo. Después me acostumbré y fui más selectivo. Me amigué rápidamente con los programas de las materias. A la mitad de la carrera ya cambié definitivamente por mi Macbook blanquita de 13". Era el único que llevaba notebook a la facultad y me miraban raro. Hoy ya es más común.

La materia que más odié cursar, rendir y estudiar: Derecho de Familia.

La materia que más me gustó: probablemente la parte general de Derecho Penal, Teoría General del Derecho y los dos primeros civiles: parte general y obligaciones.

Tiempo total: 5 años y un cuatrimestre.

Cursos por cuatrimestre: En promedio tres. Hacía cuatro cuando sumaba un seminario e hice una en algún cuatrimestre por razones personales. Pero casi siempre tres.

Trabajo: Trabajé durante toda la carrera. Di clases de música los primeros dos años y medio. Luego, a partir de la mitad de la carrera, ingresé al Poder Judicial, donde actualmente trabajo. Como todos, pasante, trabajando gratarola y luego esperando ser nombrado. Lo de siempre.

Materias libres: sí. Di tres cursos libres. Lógica jurídica, Sociología y Filosofía del Derecho.

Exámenes rendidos. Contando a cada materia libre como un único final y sin contar materias donde las evaluaciones consistían en trabajos prácticos integrales, rendí un total de 61 exámenes. De todos ellos, 42 fueron escritos y 19 fueron orales. En la generalidad de los cursos hubo dos parciales.

Siempre preferí rendir oral. Escribo muy lento y me llevo mejor con la parla que con la pluma.

Los porcentajes son claros. Y eso que me anoté preferentemente en cursos donde los exámenes fuesen orales. En la generalidad de las materias siguen dando prioridad a la evaluación escrita por sobre la oral.

Primera y última: empecé conjuntamente con Teoría General del Derecho y Derecho político en el año 2006 y me recibí rindiendo Derecho Internacional Privado y la Práctica Procesal Penal.

Recuperatorios: Por suerte, de los 61 exámenes que rendí, sólo tuve un único traspié. Únicamente en un examen de Derecho Internacional Público. Fui con poca preparación y me preguntaron la declaración del presidente de la Conferencia de Canberra de 1980 (en cuyo seno se dio forma a uno de los acuerdos que forman el Sistema del Tratado Antártico: la Convención para la Conservación de los Recursos Vivos Marinos Antárticos de Canberra 1980) y que refería a las islas Kerguelén y Crozet,  pertenecientes a Francia. Jamás había leído nada sobre esa declaración (estaba en mi desafortunada lista de "ya fue, esto no lo van a tomar"), por lo que saludé y me fui a almorzar. En el recuperatorio repunté explicando todo el fallo de las pasteras, entre otros temas.

Promedio final: sin haber aplazado ninguna materia, el promedio me quedó estanco en 8,34 .

Es curioso ver la evolución:
Arrancamos a todo trapo en un falso promedio de nueve. Bajamos a la realidad, mejoramos un poco y luego al comenzar a trabajar en el Poder Judicial el tiempo escaseó y bajamos un poco. Al final, subimos y quedamos en un muy digno ocho con treinta y cuatro.

El resultado final: con algún kilo demás producto del maldito sedentarismo y con un feo olor proveniente de una mezcla de cuyos componentes prefiero no saber nada.



Ahora, a festejar y seguir estudiando.

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viernes, 8 de julio de 2011

Tres prácticas estúpidas en la docencia del derecho

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Tres de las más estúpidas prácticas con las que seguramente un alumno de derecho se va a topar. Queda debidamente notificado:

1) El profesor que dice que "yo más de X nota, no pongo".

Es un idiota. Podríamos buscar alguna suerte de tesis pedagógica a la que este tipo de gente sigue o adhiere. Pero no. Es arbitrariedad y pedantería. El debate será, en el mejor de los casos, estrictamente freudiano.

Algunas variantes aun más patéticas son aquellos abogados que dan clase que agregan la tabla de adjudicación de las notas a las que los alumnos no pueden acceder, y usan fórmulas de la calaña de "el 9 se lo pongo a X (un jurista que el idiota admira), y el 10 se lo reservo a Dios" (o cualquier otra entidad en la que el idiota cree).

El criterio es estúpido, y los que incurren en este tipo de “asignaciones de notas reservadas para deidades o juristas” (con quien seguramente el abogado que da clase tiene alguna suerte de enfermiza debilidad), son deleznables.

Las notas, si van del cero al diez, se ponen del cero al diez. Si merece un uno, pues se pone. Y si merece un diez, también se pone. Las notas forman promedios; los promedios motivan distinciones, facilitan accesos a becas, concursos. No son poca cosa como para que un arbitrario decida que ciertas calificaciones son inaccesibles. Un ocho no es un ocho sobre diez si el alumno no tuvo, ex ante, posibilidad alguna de sacarse un diez. La pauta es un sinsentido en sí misma; es una modificación de la escala de evaluación hecha en forma encubierta, cobarde, de facto y —para peor— in malam partem.

La "inaccesibilidad" de ciertas notas es una muestra, por lo general, de características personales del abogado que da clase y que tienen que ver con su personalidad. En muchos casos lo he visto en narcisistas extremos (de esos que el 80% de sus ideas son anecdotarios aburridos que arrancan con un “yo”), egocéntricos pesados y de esos que quieren asegurar su pequeño rinconcito de poder y satisfacción personal, que se logra sólo a través de injustas pautas de evaluación y aplanamiento de alumnos a través de calificaciones harto injustas.

Los que intentan depurar sus psico-issues en el aula a través de estas pequeñas grandes muestras de arbitrariedad, en definitiva, son la peor especie.


2) El abogado moralero. Te presumo vago.

De todos los abogados que dan clase, uno de los que más me molesta, son los predicadores de moral que se valen de la presunción de la inmoralidad ajena.

A no confundir: compartir y reconocer ciertos valores por parte de quien da clase no está mal. Por el contrario, es muy loable (v.gr. un profesor que pide a sus alumnos que aprovechen la educación pública, que se esfuercen, que otorga valor a la profesión, que intenta que los alumnos se comprometan con tal o cual disciplina, etc.). Con eso, todo bien. Es más, es muchas veces fuente de reflexión y pilas para que el alumno se comprometa.

Distinto es el repugnante atacador moral. El atacador moral es una persona que parte de la base de que el alumnado que lo escucha —aun siendo la primera clase, o encuentro— es bruto, torpe, no lee, no estudia, no hace nada, etc. No solo lo piensa; el problema es que goza de decirlo a viva voz. Muchos abogados que dan clase inician sus cursos no solo aclarando (como siempre) que su materia es la más importante de toda la carrera, sino también diciendo que requiere de toda una serie de capacidades que los alumnos no tienen y que si no se las arreglan para obtenerlas, van a desaprobar. Son presunciones iure et de iure. Tira frases de la talla de “no puede ser que no lean, que no estudien, que no busquen bibliografía, que falten a las clases”, o “en mi época .. (acá hace alguna suerte de alusión a una forma de estudiar pasada, épica, comprometida, rimbombante) y hoy día... (insértese aquí una acusación de que el alumnado es vago y desaprendido). entre otras cosas que conforman una diatriba tanto insoportable como injusta.

Este tipo de abogado que da clase no repara en dos cosas. La primera es que su tarea es motivar a los alumnos, por lo que si su técnica pedagógica finca en presumir ex ante la estupidez e incultura ajena (tesis bastante criticable por cierto) lo peor que puede hacer es remarcársela a sus pupilos con indignación y hastío. Probablemente ha aportado un grano más a la mediocridad que con tanta gana viene a criticar en el prójimo; y toda esa basura que le achaca al alumno, bien podría éste último predicarla de las aptitudes docentes del papanatas que tiene enfrente y viene —sin conocerlo ni evaluarlo— a decirle una serie de críticas injustificadas y gratuitas sin conocerlos ni tener marco de referencia empírica alguna. Muchísimas veces pensé frente a estos mensos: «¿qué sabe si no leo los diarios? ¿por qué me dice que no estudio? ¿quién mandó a este tipo a decir que uso resúmenes truchos que giran por la facultad?, cuando todo eso es falso».

Además, y en segundo lugar, el abogado que da clase, goza de hacer esas críticas porque presupone tácitamente que todas aquellas aptitudes y compromisos que le endilga en carencia al alumnado injustamente, él sí las tiene. Él si lee el diario todos los días, se informa, va la biblioteca, estudia, se mantiene actualizado, y no comete —en fin— todas aquellas cosas que recrimina en falta a los demás.

El alumno no es tonto, y esto pasa aun más en ciudades más pequeñas. El alumno muchas veces ya trabaja en el poder judicial o en la práctica foral; conoce la forma de trabajar del abogado que da clase; conoce sus escritos y conoce su desempeño profesional. Muchas veces opuesto a lo que luego predica en clase.

Nunca supe qué es lo que los motiva a hacer semejante papelón. Si ve que el público que le tocó en su curso viene escaso de esfuerzos y eso se materializó en los trabajos, los exámenes, y otras variables (es decir, pudo observar y no necesariamente presumir los déficits), la idea es hacer devoluciones, marcar puntos débiles y dar herramientas de estudio. Habrá quienes no las aprovechen, sin duda, y vayan por la vía del poco esfuerzo. Pero la idea es ayudar a superar problemas y no presumirlos y darlos como un presupuesto de trabajo que él no va a poder solucionar, todo lo cual da forma a una suerte de determinismo de la incultura.

Incluso alguna vez tuve que bancarme que un abogado que da clase en la primera reunión de un curso haga una suerte de "examen sorpresa" de cultura general con preguntas tontas de todo color, al solo fin de regodearse al encuentro siguiente de lo "mal de la educación argentina" y la "falta de conocimiento general" que poseían los alumnos. Es decir, no solo impartía una moral de la cultura muy anticuada (la cultura como sinónimo de conocimientos pedorros al estilo de los datos de un Carrera de Mente, librito “Cambalache”), sino que hizo un pequeño "estudio de campo" con su propio alumnado, sometiéndolo a una serie de preguntas bobas (al estilo de "nombre los premio Nobel de la argentina") y que —oh casualidad— coincidían con conocimientos básicos que el abogado que daba la clase sí tenía. Nótese lo repugnante: presume a quien tiene enfrente que es “inculto” (insisto, conforme su particular concepción de cultura), y lo somete a pruebas para que el alumno caiga en el error, lo evidencie, y —en parte— se sienta humillado frente a la frustración de no poder responder el “datito cultural” que el abogado que da clase cree valioso saber. Esta gente es capaz de ir a un curso de alfabetización y para probar “lo grave que es no saber leer y escribir”, le pide al de la primera fila que lea a viva voz un párrafo de un poema de Borges.

Es raro que no pudimos nosotros, los alumnos, repreguntarle sobre otras cosas que a nuestro entender también forman parte de la cultura general y hacerle una devolución sobre —imaginemos con igual injusticia— “lo patético que es la vejez argentina” que poco sabe de, por decir algo, cine francés, deportes extremos, la ópera en italia, la gastronomía, todos los integrantes del Segundo Triunvirato o cuántos artículos del Código Civil de Vélez fueron copiados del Esbozo de Freitas.

En fin. No hay que tratar presumir estúpidos o vagos a los alumnos ni bajarles una línea moral inútil al solo fin de inflarse falsa y económicamente el ego. Esa energía debe canalizarse en las clases, en las respuestas dadas a las consultas, en los materiales que se brindan, y en las devoluciones detalladas de los exámenes y trabajos prácticos. Allí sí se aprende.

3) El irrespetuoso en el examen oral.

«Usted siga hablando» me dijo uno en un oral mientras atendía el NexTel y —a la vez le pedía al bedel que le traiga un café. «Espero a que termine con el teléfono, no tengo apuro» respondí. Y por cierto, tardó bastante en cortar (o lo que sea que hagan los que usan ese aparato cuando terminan de hablar). No sé si usan el cambio y fuera o qué se yo.

A veces los abogados que dan clase, se potencian cuando se transforman en abogados que toman examen. Es como la versión supersaiyajin del abogado que da clase. Pueden tener estas creativas formas de faltar el respeto (como el caso del teléfono) o bien atacar al alumno con preguntas agresivas o punzantes.

Una vez fui a presenciar una mesa libre de una materia que tenía pensado rendirla de esa forma y recuerdo que cada respuesta que iniciaba el alumno el profesor meneaba la cabeza como diciendo un “no, no.” y se refregaba el pelo con sus manos al estilo de “quién me manda a escuchar a este pibe”.

Frente a esa reacción ante cada frase que iniciaba, el alumno no tenía chances de repuntar o mejorar su performance sino solo lo contrario: ponerse más nervioso y seguir hundiéndose en una respuesta ininteligible y errada. Recuerdo que la adjunta que estaba presenciando intentaba darle ánimo y tranquilizar al alumno para encausar su discurso, mientras el otro botarate hacía el “show de la indignación” al estilo dígalo con mímica.

Finalmente —y para mi desgracia— no la rendí libre y cursé curiosamente con ese mismo profesor que había observado en la mesa libre. Sus clases eran, cuanto menos, una depresión. Grandes siestas he dormido con él. De eso sí le estoy agradecido.


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